Beck, nacido en 1944, director del Instituto de Sociología de la Universidad Ludwig-Maximilian de Munich y profesor en la London School of Economics, cursó estudios de Psicología, Sociología, Ciencias Políticas y Filosofía, disciplina en la que se doctoró en 1972 en la Universidad de Munich. Ha dedicado el grueso de su trabajo intelectual a indagar sobre las nuevas configuraciones de la sociedad contemporánea, y ha volcado sus reflexiones en numerosos libros, entre los cuales se cuentan La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad (1986), ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respuestas a la globalización (1997), La democracia y sus enemigos (1998), Un nuevo mundo feliz. La precarización del trabajo en la era de la globalización (2000), todos publicados en español por Paidós, y La invención de lo político. Para una teoría de la modernización reflexiva (1996; en castellano, Fondo de Cultura Económica, 1999).
En Ulrich Beck el rigor intelectual no excluye el apasionamiento ni el afán polémico. Un indicio cabal de su personalidad lo brinda la respuesta a su interlocutor, Johannes Willms, con la que cierra su libro de conversaciones Libertad o capitalismo (2000): «La situación intelectual es desoladora. Los muros fronterizos que se levantaron para durar eternamente se están desmoronando […]. Y ¿qué hacen actualmente los intelectuales? Los intelectuales han dejado de pensar. Los teóricos de la posmodernidad, del neoliberalismo y de la teoría de los sistemas (Luhmann), por ejemplo, que por cierto se contradicen en todo, anuncian a golpe de trompeta, sentados en el butacón de su despacho, el fin de la política. Y todos siguen este dictado. Todos, pero no la realidad. Es algo verdaderamente paradójico: darían ganas de echarse a reír si no fuera tan grave. Este enamoramiento de los propios límites mentales, que pretende encima imponerse teóricamente y erigirse en guardián de la verdadera ciencia, es algo que me saca de quicio y me deja sin voz al mismo tiempo […]. Entretanto, yo sigo en pos de mi objetivo, maravillosamente inalcanzable: pensar de nuevo la sociedad.»
– Usted establece una distinción entre los conceptos de globalización y globalismo. Al primero de ellos lo identifica con la convergencia de todas las sociedades y culturas, y al segundo con la reducción de los procesos políticoeconómicos a un modelo financiero uniforme y universal en el cual el protagonismo pasa de los ciudadanos a los inversores. ¿Es este último el que ha predominado claramente en la realidad?
–Así es. Si pensamos en la convergencia de los diferentes estados y culturas, lo que veremos en cambio es que ha prevalecido hasta hoy la teoría neoliberal, que aboga por la supresión de las fronteras y de todo tipo de restricciones que pongan límites a la actividad financiera como el mejor medio, dicen, de promover el bienestar y la justicia en general. Pero yo pienso que eso es pura ideología.
– El caos, el retraso y la ineficiencia de los dispositivos de auxilio desplegados por las autoridades de Estados Unidos para hacer frente a la devastación provocada en Nueva Orleans por el huracán Katrina, ¿constituyen un ejemplo de las consecuencias de las políticas neoliberales?
–Sí. Me gusta que mencione este caso, porque me parece muy significativo. Por un lado, demuestra el grado de negligencia que existía en las instituciones estatales de Estados Unidos en cuanto a las infraestructuras de prevención de catástrofes, y por otro, ha puesto de manifiesto las atroces desigualdades dentro de la población, por ejemplo entre blancos y negros. Y siguiendo con las calamidades causadas por el huracán Katrina, también brindaron otra demostración de que la ideología neoliberal carece de las herramientas adecuadas para reaccionar en una sociedad globalizada del riesgo, como es la nuestra. El estado neoliberal se encuentra ahora a la defensiva, sobre todo frente a los crecientes riesgos y catástrofes, que requieren un potencial estatal de prevención y recompensación, algo que no puede afrontar el sector empresarial privado.
Le diré más. En rigor, hubo anteriormente en Estados Unidos otro ejemplo muy nítido en cuanto a las insuficiencias de las políticas neoliberales. Después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, surgió una breve discusión –que no fue profundizada – acerca de la privatización de determinados sectores de la seguridad aérea que había llevado a cabo el gobierno norteamericano, que se tradujo en la contratación precaria de trabajadores mal preparados y peor pagados –los encargados de revisar a los pasajeros en los aeropuertos ganaban 6 dólares por hora en el momento de esos atentados. Esto fue una negligencia imperdonable, y la pregunta legítima que surge es si no hubiera sido mil veces más eficaz, y también mucho más barato, si el Estado hubiese invertido lo necesario en seguridad aérea en vez de luchar con medidas militares contra el terrorismo en otros países.
– La notoria disminución de la tasa de nacimientos en todos los países europeos dibuja un peligroso horizonte: el de un continente de viejos, con la consiguiente amenaza para el financiamiento del sistema de pensiones. ¿Sólo la inmigración puede revertir esta tendencia?
–Ése es un asunto importante y verdaderamente crucial. Europa está envejeciendo y por eso también corren peligro nuestros sistemas de pensiones y seguridad social, con las graves consecuencias que esto lleva consigo. Es un problema que cada país discute dentro de su ámbito nacional y para el cual busca posibles salidas, pero enfocado así a mí me parece que no tiene solución. El único país europeo que hasta la fecha consiguió promover exitosamente el incremento de su tasa de natalidad es Noruega, y lo hizo a través de importantes subsidios a los padres varones para que pudieran quedarse en casa a cuidar a sus hijos. Pero no se trata de una política extrapolable. Ese lujo se lo puede dar Noruega porque es una nación riquísima, situada literalmente sobre un mar de petróleo y con pocos habitantes. Por eso, hoy la única alternativa que tiene Europa para rejuvenecer su población es la inmigración, pero hasta ahora no está afrontando la cuestión con políticas globales sinceras y efectivas.
El problema de la baja natalidad en Europa y la manera en que lo enfrentan los gobiernos es un buen ejemplo para extenderlo a otros temas más generales. Yo vengo utilizando un concepto, el de cosmopolitismo, en el que se centra mi último libro, como alternativa a la impotencia que se da cuando se quieren resolver problemas nacionales a nivel exclusivamente nacional. Eso ya no es posible. Habría que aprovechar la circunstancia de la Unión Europea para crear una soberanía ampliada. Pero hasta la fecha se desaprovechan las posibilidades que ofrece la actual situación europea. Pero precisamente una Europa cosmopolita debería aprovechar, por ejemplo, el flujo poblacional de otros continentes.
– Usted suele utilizar las nociones de mundialización económica y política cosmopolita. ¿Cómo se vinculan ambas?
–El término globalización –o mundialización–, tanto en el sentido económico como cultural, significó siempre algo así como una agregación a las dimensiones ya existentes de los Estados nacionales. Para decirlo muy esquemáticamente, primero vendría la localidad, tras ella la región, luego el Estado, después el nivel internacional y luego tal vez el de la globalización. El cosmopolitismo, en cambio, borra de cierta manera esas diferencias y pretende reemplazar el concepto de globalización. En la visión cosmopolita no existen más esas nítidas y fáciles polaridades del interior y el exterior, lo nacional y lo internacional, yo y el otro. Hay que analizar las nuevas mezclas que se están dando en la realidad.
– ¿Podría decirse que esencialmente la mirada cosmopolita es la que incluye a los otros?
–Sí, en parte, pero es mucho más que eso. Cuidado, el cosmopolitismo del que yo hablo no tiene nada que ver con esa sociedad mundial a la que se refería Niklas Luhmann en los años setenta, ni es el sistema capitalista mundializado de Immanuel Wallerstein. No se trata de una mirada total hacia el mundo; el cosmopolitismo acabó más bien con esas fronteras del pensamiento. Esas otras teorías son, en rigor, una radicalización de las ideas del nacionalismo clásico llevadas a otro nivel, pero continúan impregnadas, de un modo implícito, de los límites anteriores, mientras que el cosmopolitismo quiere abolirlos por completo.
En la concepción cosmopolita, nuestra propia vida se convierte en un espacio de nuevas experiencias que se vinculan con la globalización. Es preciso reconocer las múltiples identidades que coexisten en cada uno de nosotros. La mirada cosmopolita posee sentido del mundo, es lúcida y busca establecer un diálogo con las numerosas ambivalencias que se dan en la época actual, que se caracteriza por las diferenciaciones en vías de desaparición y las contradicciones culturales.
Con un paradigma nacional no se pueden analizar más los fenómenos que se están operando, que son, en esencia, cosmopolitas. Un ejemplo: peligros como el de la gripe aviar obligan a todas las personas a dar la cara a los riesgos globales que corremos hoy en día. Otro ejemplo de cosmopolitismo es la concurrencia de distintas personas en el mercado laboral por encima de las fronteras todavía existentes, es decir, la competencia global que se está dando en ese campo.
– ¿Quiere decir que existe un conflicto fundamental entre la cosmopolitización que se desarrolla en la realidad y las categorías de análisis que tratan de explicarla?
–Exactamente. Siempre digo que en las ciencias sociales estamos trabajando con categorías de análisis zombis, de vivos-muertos, y eso, claro, no les hace ninguna gracia a mis colegas.
– La mirada cosmopolita ¿no puede quedarse en una expresión de buenos deseos, tan ineficaz como el esperanto para abolir las diferencias lingüísticas?
–Pensar eso es incurrir en un malentendido total. He escrito en mi libro que la mirada cosmopolita no es «el amanecer de la confraternización general de los pueblos, ni los albores de la república universal, ni una mirada mundial que flotara libremente, ni el amor al otro por decreto». El cosmopolitismo que propugno es profundamente realista, autocrítico, incluso escéptico. No aboga por un nuevo universalismo, como lo hacía el esperanto en su momento. Por ejemplo, y para no salir del ámbito lingüístico, tampoco pretendo que en Europa todo el mundo hable una sola lengua, el inglés. Por el contrario, abogo por el multilingüismo, por la confluencia y simultaneidad de múltiples culturas. Se trata de reconocer la diversidad con todas sus perspectivas, y también los retos y los conflictos que pueda suscitar. Este cosmopolitismo no tiene nada de ingenuo.
– ¿Por lo tanto el cosmopolitismo también se diferencia del internacionalismo por el que luchaban los socialistas del siglo XIX y principios del XX ?
–De hecho, Marx tenía raíces cosmopolitas y creía que la clase obrera podía acabar con las diferencias entre las naciones. En cierto modo, él alimentaba la ilusión, que paradójicamente podríamos caracterizar como neoliberal, de que el mismo capitalismo podía superar las fronteras nacionales. Pero esa visión de una cultura mundial, de una sociedad universal, fue definitivamente enterrada por el estalinismo, que rechazó el internacionalismo y se concentró en la nación. El cosmopolitismo, a diferencia del internacionalismo, no surge de una teoría política ni de una filosofía sino de los hechos, de la propia experiencia de la gente. Una experiencia no tanto deseada sino más bien impuesta por los cambios que se han producido en nuestro mundo y por la constatación de que los otros no pueden ser excluidos porque están en el mismo ámbito que nosotros.
– ¿La contradicción básica de la globalización económica consiste en que postula la libre circulación de capitales pero restringe la de personas?
–Sí, en efecto. El capital circula cada vez más libremente mientras que los Estados se están defendiendo con la multiplicación de barreras contra los seres humanos. Me parece muy interesante distinguir entre las palabras movilidad y migración. Mientras que la movilidad es algo que se exige al trabajador dentro del contexto nacional –se le pide más y más flexibilidad–, en el plano internacional se criminaliza la movilidad de esas mismas personas.
– ¿Cuál es el sentido de la redefinición de Europa que propugna?
–Mientras que Marx cuando formulaba su teoría tenía como ejemplo el capitalismo manchesteriano, y Max Weber al estructurar la suya sobre la burocracia tenía in mente el Estado prusiano, para mí Europa es un ejemplo histórico que ilustra mi teoría del cosmopolitismo. Las teorías políticas y sociales están fijadas excesivamente en el nivel nacional, lo que constituye un grave error. En Europa se registran nuevas mezclas sociales, tenemos nuevas configuraciones de poder, que afectan al concepto clásico de soberanía nacional, y todo eso tiene que ser analizado desde un nuevo punto de vista.
– ¿Cómo podrían armonizarse en el seno de una estructura política supranacional y cosmopolita los intereses contrapuestos de las grandes potencias con los de los países absolutamente desvalidos? ¿No sería como pretender que convivan el tiburón y los peces pequeños?
–Ése es el gran problema, evidentemente, y ni la filosofía política ni la sociología tienen recetas precisas para su solución. Es una pregunta que nos preocupa desde hace muchísimo tiempo y para la cual no existen respuestas claras, pero sí hay planteamientos que se pueden descartar desde el principio. Por ejemplo, la fundación de un Estado mundial no podría solucionar ese problema, porque sería el colmo de la ideología nacionalista llevada a un nivel superior, global. De todos modos, ese sistema que estamos buscando debe basarse en el imperio del derecho a nivel internacional. Hasta la fecha tenemos el problema de que carecemos de una policía y de un ejército a nivel internacional; las fuerzas armadas están gestionadas por los Estados.
– Sí que existe una policía mundial: el poder militar de Estados Unidos.
–Precisamente ahí radica el problema. No es fácil salir de este conflicto, porque los derechos humanos sólo pueden ser garantizados de manera sustentable si se crean mecanismos internacionales para impedir que los mismos Estados, que deberían garantizar los derechos de sus propios ciudadanos, los violen. Por eso es necesario el establecimiento de mecanismos de intervención militar que representen verdaderamente a la comunidad mundial.
– ¿Todas las grandes catástrofes – «naturales» o «sociales» – que se registran en esta «sociedad del riesgo», como usted la definió, obedecen a causas globales y tienen consecuencias globales?
–No todas las catástrofes tienen un origen ni una repercusión a nivel global, aunque las muy grandes sí, por supuesto. Todavía hay calamidades que se producen en el ámbito nacional o local y no lo exceden. Pero hay un aspecto crucial que me gustaría que tengamos en cuenta, y es el de las expectativas de que se produzca una catástrofe. Desde el punto de vista de la sociedad mundial del riesgo, es muy importante. Tomemos un ejemplo: el terrorismo. Hasta ahora los ataques terroristas han tenido efectos materiales muy limitados, tanto en Nueva York como en Washington, Londres o Estambul. Pero su repercusión, sus consecuencias, se han hecho sentir en todos los rincones del planeta y han alimentado el miedo a que atentados de esa naturaleza puedan ocurrir en cualquier otra ciudad. De modo que el poder de un acto terrorista va mucho más allá de la destrucción material que produce.
– ¿En qué sentido la guerra es la paz?
–Para mí, una de las características centrales de la época cosmopolita que estamos viviendo es que ciertas diferencias que eran hasta ahora claves se están esfumando. George Orwell lo planteó muy bien en su novela 1984 , en la que expuso cómo un sistema totalitario puede pervertir hasta el significado de las palabras y sus sentidos opuestos, afirmando así, por ejemplo, que «la guerra es la paz» o que «la dictadura es la libertad». Su libro era una utopía negativa, y me parece que en nuestra época cosmopolita estamos corriendo el peligro de que ocurra lo mismo. Tomemos el ejemplo de la guerra contra el terrorismo: ¿Quién determina cuándo terminará? ¿Quién podría negociar? Son interrogantes que no podemos responder. Con el subtítulo que escogí para mi libro yo quería insinuar que el cosmopolitismo del siglo XXI no es idealista sino más bien escéptico, autocrítico, que ya está anticipando también las posibles consecuencias nefastas que ciertas políticas internacionales pueden conllevar.
– ¿Cree que la ideología neoliberal ha iniciado su declive?
- Pasaron más de setenta años hasta que la ideología comunista clásica mostrara su fracaso. Espero que no tengamos que esperar otros setenta años hasta que pase lo mismo con el neoliberalismo. Pero por ahora esto no deja de ser una esperanza.
Publicado en Revista de Occidente nº 296.
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