30 de junio de 2008

AMERICA LATINA RESISTE AL NEOLIBERALISMO, por Naomi Klein


La resistencia a la doctrina del choque
The Nation

En menos de dos años, el periodo de arriendo de la mayor y más importante base militar de Estados Unidos en América Latina llegará a su fin. La base es la de Manta, en Ecuador, y Rafael Correa, el presidente izquierdista de ese país, ha anunciado que sólo renovará el arriendo “en un caso: si nos dejan abrir una base nuestra en Miami, una base ecuatoriana. Si no hay problema en tener soldados destacados en suelo extranjero, sin duda nos permitirán abrir una base ecuatoriana en Estados Unidos.”

Dado que una base militar ecuatoriana en South Beach es una completa fantasía, es muy probable que la base de Manta, que sirve de base logística para la “guerra contra las drogas” acabe cerrada pronto. La desafiante posición de Correa no es, como algunos afirman, una cuestión de antiamericanismo. Se trata más bien de parte de una amplia gama de medidas que están adoptando los países latinoamericanos para hacer el continente menos vulnerable a las crisis y los choques provocados desde el exterior.

Es una cuestión crucial, por cuanto en América Latina durante los últimos 35 años estos choques venidos de fuera han servido para crear las condiciones políticas requeridas para justificar la imposición de una “terapia de choque”, entendiendo por tal la constelación de medidas económicas de emergencia siempre favorables a las grandes corporaciones, como privatizaciones a gran escala y grandes rebajas del gasto social que debilitan al Estado en nombre el libre mercado. En uno de sus ensayos más influyentes, el difunto economista Milton Friedman articuló la panacea táctica fundamental del capitalismo contemporáneo, que yo califico como doctrina del choque. Friedman afirmó que “únicamente una crisis –real o supuesta— produce un cambio real. Cuando la crisis se produce, las acciones que se adoptan dependen de las ideas prevalecientes.”

América Latina ha sido siempre el principal laboratorio de esta doctrina. Friedman supo por primera vez cómo explotar una crisis de gran escala a mediados de la década de 1970, cuando asesoró al dictador chileno general Augusto Pinochet. No sólo estaban en ese momento los chilenos en estado de choque, tras el violento derrocamiento por Pinochet del gobierno del presidente socialista Salvador Allende, sino que el país estaba también experimentado una grave hiperinflación. Friedman recomendó a Pinochet imponer una rápida transformación de la economía en muchos frentes simultáneamente: rebaja de impuestos, libre comercio, privatización de servicios, recortes en el gasto social y desregulación. Fue la más extrema transformación capitalista nunca llevada a cabo, y pasó a conocerse como la “revolución de la Escuela de Chicago”. Un proceso similar se estaba llevando a cabo en ese momento en Uruguay y Brasil, también con la ayuda de licenciados y profesores de la Universidad de Chicago, y algunos años más tarde en Argentina. Estos programas de terapia económica de choque pudieron llevarse a cabo mediante choques mucho menos metafóricos, perpetrados en las muchas salas de tortura de la región, a menudo a cargo de soldados y policías formados en Estados Unidos, y dirigidos contra aquellos activistas que se consideraba que podían oponerse a la revolución económica.

En las décadas de 1980 y 1990, a medida que las dictaduras fueron dejando su lugar a frágiles democracias, América Latina no escapó a la doctrina del choque. Al contrario, nuevos choques prepararon el terreno para otra ronda de terapia de choque: el “choque de la deuda” de comienzos de los 80, seguido por una ola de hiperinflación y de derrumbe de los precios de las materias primas de las que dependen sus economías.

Hoy, en América Latina, en cambio, las nuevas crisis están siendo repelidas y los viejos choques están perdiendo su virulencia: una combinación de tendencias que hace que el continente sea no sólo más resistente ante el cambio sino también que sea un modelo para el futuro mucho más resistente a las doctrinas del choque.

Cuando murió Milton Friedman, el año pasado, el intento global de imponer el capitalismo sin trabas que él contribuyó a instalar en Chile tres decenios antes estaba el pleno reflujo. La necrológicas elogiaron al difunto, pero muchas recogían un sentimiento de temor ante la idea de que la muerte de Friedman ponía fin a una nueva era. En el National Post, de Canadá, Terence Corcoran, uno de los más devotos discípulos de Friedman, se preguntaba si el movimiento global que el economista había lanzado tenía alguna posibilidad de persistir. “Como último gran león de la economía de libre mercado, Friedman deja un vacío… No hay nadie vivo hoy que iguale su estatura. A la pregunta de si los principios que Friedman articuló y por los que luchó sobrevivirán a largo plazo sin una nueva generación de dirigentes sólidos, carismáticos y capaces, la respuesta es incierta.”

Sin duda parece improbable. Los herederos intelectuales de Friedman en Estados Unidos, que utilizaron la crisis del 11 de septiembre de 2002 para lanzar una economía floreciente basada en la privatización de la guerra y la seguridad nacional, estaban en el momento más bajo de su historia. El momento político álgido del movimiento habían sido los años del copo a manos de los republicanos del Congreso de Estados Unidos en 1994; sólo nueve días antes de la muerte de Friedman, éstos volvieron a perder su mayoría ante los demócratas. Los tres aspectos principales que contribuyeron a la derrota de los republicanos en 2006 fueron: la corrupción política, el desbarajuste en la gestión de la guerra de Irak, y la percepción, perfectamente articulada por Jim Webb, un candidato demócrata que consiguió un escaño en el Senado, en el sentido de que el país había deslizado “hacia un sistema de clases desconocido para nosotros desde el siglo XIX”.

Sin embargo, el lugar en el que este proyecto económico se hallaba en su más profunda crisis era donde había comenzado: América Latina. Washington siempre había considerado el socialismo democrático como un peligro mayor que el comunismo totalitario, fácil de desprestigiar y cómodo enemigo. En los años 1960 y 70, la principal táctica para enfrentar la molesta popularidad del nacionalismo económico y el socialismo democrático consistía en equipararlos al estalinismo, difuminando deliberadamente las claras diferencias entre ambos. Un ejemplo claro de esta estrategia se produjo en los primeros días de la cruzada de Chicago, como los muestran los documentos desclasificados relativos a Chile. A pesar de la propaganda financiada por la CIA, que pintaba a Allende como un dictador de tipo soviético, las principales preocupaciones de Washington por la victoria de Allende las recogía Henry Kissinger en un memo de 1970 dirigido a Nixon: “El ejemplo de un gobierno marxista en Chile, elegido y exitoso, sin duda tendría un impacto y un valor de precedente en otras partes del mundo, en particular en Italia. La extensión imitativa de fenómenos de este tipo en otros lugares afectaría significativamente a su vez al equilibrio mundial y a nuestra propia posición en él.” En otras palabras, Allende tenía que ser suprimido antes de que su tercera vía democrática se extendiese.

Pero el sueño que representó Allende nunca fue derrotado. Fue silenciado por un tiempo, empujado bajo la superficie por el miedo. Es por esta razón que, a medida que América Latina emerge en estos momentos de sus décadas de choque, las viejas ideas vuelven a la superficie junto con la “extensión indicativa” que tanto temía Henry Kissinger.

En 2001 este cambio ya no podía ser ignorado. A mediados de la década de 1970, el legendario periodista de investigación argentino Rodolfo Walsh consideraba el ascenso de las teorías económicas de la Escuela de Chicago implantadas bajo la dictadura militar como un paso atrás, pero no como una derrota definitiva. Las tácticas terroristas utilizadas por los militares habían puesto a su país en estado de choque, pero Walsh sabía que el choque, por su propia naturaleza, es un estado temporal. Antes de que lo matasen a tiros agentes de la policía argentina en las calles en Buenos Aires en 1977, Walsh estimaba que tomaría de 20 a 30 años hasta que los efectos del terror desapareciesen y los argentinos recuperarse en su normalidad, coraje y confianza, listos otra vez para luchar por la igualdad económica y social. Fue en 2001, 24 años más tarde, cuando Argentina salió a la calle en protesta contra las medidas de austeridad prescritas por el Fondo Monetario Internacional y consiguieron poner de patitas en la calle a cinco presidentes en sólo tres semanas.

“¡La dictadura recién terminó!” afirmó el pueblo en ese momento. Con ello quería decir que habían sido necesarios 17 años de democracia para que el legado de terror se desvaneciese, tal como Walsh había predicho.

Desde entonces, este renovado coraje se ha extendido a otros antiguos laboratorios del choque en la región. Y a medida que la gente ha ido librándose del miedo colectivo producido por los tanques y las picanas, con fugas de capital y recortes brutales, muchos exigen más democracia y más control sobre los mercados. Éstas demandas representan la principal amenaza al legado de Friedman porque ponen en cuestión su afirmación principal: el capitalismo y la libertad son parte de un mismo proyecto indivisible.

Los más resueltos opositores a las economías neoliberales en América Latina han venido ganando elección tras elección. El presidente de Venezuela, Hugo Chávez, basándose en una plataforma de “Socialismo del siglo XXI”, fue reelegido en 2006 para un tercer período, con el 63% de los votos. A pesar de los intentos del gobierno de Bush para presentar a Venezuela como una falsa democracia, una encuesta realizada ese mismo año mostró que el 57% de los venezolanos están felices con el estado de su democracia, una tasa de aprobación que es la segunda del continente sólo después de la de Uruguay, país en el que la coalición de izquierdas Frente Amplio fue elegida para gobernar y en el que una serie de referéndums han bloqueado las principales privatizaciones. En otras palabras, en los dos países latinoamericanos en los que las elecciones han dado como resultado desafíos al consenso de Washington, los ciudadanos han renovado su fe en la capacidad de la democracia para mejorar sus vidas.

Desde el colapso argentino de 2001, la oposición a las privatizaciones se ha convertido en el tema definitorio en el continente, una cuestión capaz de crear gobiernos y destruirlos; a finales de 2006 estaba creando prácticamente un efecto dominó. Luiz Inácio da Silva, Lula, fue reelegido presidente de Brasil en gran medida porque transformó la votación presidencial en un referéndum sobre las privatizaciones. Su oponente, perteneciente al partido responsable de las principales ventas de empresas públicas de Brasil en los años 90, llegó a presentarse disfrazado de piloto de carreras socialista, con una chaqueta y una gorra de béisbol cubiertas con los logos de las compañías públicas que todavía no habían sido vendidas. Los votantes no se lo creyeron y Lula consiguió el 61% de los votos. Poco más tarde, en Nicaragua, Daniel Ortega, ex presidente con los sandinistas, hizo de los frecuentes apagones que sufre el país el centro que su campaña ganadora. La venta de la compañía nacional de electricidad a la empresa española Unión Fenosa, tras el huracán Mitch, afirmó, era el origen del problema. “¿Quien trajo a Unión Fenosa a este país?, pregunto. “El gobierno de los ricos, el de los que están al servicio del capitalismo bárbaro.”.

En noviembre de 2006, las elecciones presidenciales de Ecuador se convirtieron en un campo de batalla ideológico similar. Rafael Correa, un economista de izquierda de 43 años, ganó las elecciones contra Álvaro Noboa, magnate del banano y uno los hombres más ricos del país. A los acordes de “We’re Not Gonna Take It! 1 , del grupo de rock neoyorquino Twisted Sisters, como música de fondo de su campaña electoral, instó a su país a “vencer todas las falacias del neoliberalismo.” Tras su victoria, el nuevo presidente de Ecuador declaró que no era, en absoluto, “un fan de Milton Friedman.” Ya entonces, el presidente de Bolivia, Evo Morales, estaba cumpliendo su primer año en el cargo. Después de enviar al ejército a recuperar los campos de gas del “saqueo” de las transnacionales, procedió a nacionalizar otras partes del sector minero. Ese mismo año, en Chile, bajo el liderazgo de la presidenta Michelle Bachelet –encarcelada durante la dictadura de Pinochet— los estudiantes de secundaria organizaron una serie de protestas militantes contra el sistema educativo de dos niveles, introducido por los Chicago Boys. Los mineros del cobre de ese mismo país iniciaron poco después sus propias huelgas.

En diciembre de 2006, un mes después de la muerte de Friedman, los dirigentes de América Latina se reunieron en una cumbre histórica celebrada en Bolivia, en la ciudad de Cochabamba, en la que un levantamiento popular contra la privatización del agua había obligado a la transnacional Bechtel a abandonar el país unos años antes. El presidente Morales abrió las sesiones con un compromiso para cerrar “las venas abiertas de América Latina”. Se trataba de una referencia al libro de Eduardo Galeano de ese mismo título, lírico relato del violento saqueo que convirtió a un continente rico en uno pobre. El libro fue publicado en 1971, dos años antes de que Allende fuese derrocado, precisamente por haber intentado taponar algunas de esas venas abiertas, mediante la nacionalización de las minas de cobre de su país. Ese acontecimiento dio paso a una nueva era de furioso pillaje, durante la cual las estructuras construidas por los desarrollistas del continente fueron saqueadas, vaciadas y vendidas.

Hoy los latinoamericanos está recuperando el proyecto tan brutalmente interrumpido hace años. Muchas de las políticas que están surgiendo suenan familiares: nacionalización de los sectores clave de la economía, reforma agraria, grandes inversiones en educación, alfabetización y cuidados sanitarios. No son ideas revolucionarias, pero en su visión sin concesiones de una gobernación que contribuya a que se alcance la igualdad, estas ideas son, sin duda, un firme rechazo de la afirmación expresada por Friedman, en 1975, en una carta a Pinochet en la que afirmaba: “El principal error, en mi opinión, consistió (…) en creer que era posible hacer el bien con el dinero de otras personas.”.

Si bien enlazan claramente con una larga historia de rebeliones, los actuales movimientos de América Latina no son unas copias exactas de sus antecesores. De todas las diferencias, la más llamativa es clara visión de la necesidad de protegerse de los choques que ocurrieron en el pasado: golpes de estado, terapias de choque extranjeras, torturadores formados en Estados Unidos, choques de la deuda y hundimiento de la moneda. Los movimientos de masas de América Latina, que han sido el motor de las victorias electorales de los candidatos de izquierda, están aprendiendo a crear amortiguadores de dichos choques en sus modelos de organización. Son, por ejemplo, menos centralizados que en los años 60, lo que hace más difícil desmovilizar todo el movimiento mediante la eliminación de unos pocos dirigentes. A pesar del abrumador culto a la personalidad que rodea a Chávez, y de sus cuestionables medidas para centralizar el poder a escala estatal, las redes progresistas de Venezuela están al mismo tiempo altamente descentralizadas, y el poder está disperso entre los niveles de base y comunitarios, en miles de consejos vecinales y cooperativas. En Bolivia, los movimientos populares que llevaron a la presidencia a Morales, funcionan de manera similar, y han dejado ya meridianamente claro que Morales no goza de un apoyo incondicional: los barrios lo apoyarán mientras siga siendo fiel a su mandato democrático, ni un momento más. Este tipo de enfoque en red es lo que permitió a Chávez sobrevivir al intento de golpe de 2002: cuando la revolución estuvo amenazada, sus seguidores bajaron de los barrios de ranchos 2 que rodean Caracas para exigir su restauración, un tipo de movilización popular inexistente durante los golpes de la década de 1970.

Los nuevos dirigentes de América Latina están tomando también medidas audaces para bloquear cualquier tipo de golpe militar apoyado por Estados Unidos que pudiera socavar sus victorias democráticas. Chávez ha hecho saber que si elementos de extrema derecha de la provincia de Santa Cruz, en Bolivia, llevan a la práctica sus amenazas contra el gobierno de Morales, las tropas venezolanas saldrán en defensa de la democracia boliviana. Entretanto, los gobiernos de Venezuela, Costa Rica, Argentina, Uruguay y Bolivia han anunciado que ya no enviaran estudiantes a la Escuela de las Américas (bautizada ahora como Instituto de Cooperación para la Seguridad Hemisférica 3 (SOA/ WHINSEC, por sus siglas en inglés) el centro de formación policial y militar situado en Fort Benning (Georgia, EE UU) en el que tantos de los peores criminales del continente aprendieron las últimas técnicas en materia de antiterrorismo, para luego ponerlas en práctica inmediatamente contra los campesinos de El Salvador o los trabajadores del sector del automóvil en Argentina. Además de cerrar la base militar estadounidense, Ecuador pronto cortará también sus vínculos con la citada escuela. Es difícil exagerar la importancia de estos hechos. Si los militares estadounidenses pierden sus bases y sus programas de formación, su capacidad para infligir choques en el continente se verá seriamente debilitada.

Los nuevos dirigentes de América Latina están también preparándose mejor para los choques producidos por los volátiles mercados. Una de las fuerzas más desestabilizadoras de las últimas décadas ha sido la velocidad con que el capital puede plegar velas y trasladarse otro lugar, o el modo como el hundimiento repentino de los precios de los productos básicos puede devastar todo un sector agrícola. Pero en gran parte de América Latina estos choques tenido ya lugar, dejando tras ellos fantasmales suburbios industriales y grandes extensiones de tierras de cultivo inertes. La tarea de la izquierda latinoamericana, por consiguiente, consiste en tomar los restos abandonados de la globalización y volver a ponerlos en funcionamiento. En Brasil, este fenómeno es claramente apreciable en el millón y medio de campesinos del Movimiento de los Sin Tierra (MST), que han formado centenares de cooperativas con el fin de reclamar las tierras no utilizadas. En Argentina, este aspecto queda de manifiesto en el movimiento de “empresas recuperadas”, en las 200 empresas en bancarrota que sido resucitadas por sus trabajadores y las han convertido en cooperativas que funcionan democráticamente. Para las cooperativas no existe el riesgo de tener que hacer frente a un choque económico debido a una huida de los inversores, por cuanto los inversores ya han desaparecido.

Hugo Chávez ha hecho de las cooperativas de Venezuela una prioridad política primer orden, dándoles preferencia en los contratos gubernamentales y ofreciéndoles incentivos económicos para que negocien entre sí. En 2006 había aproximadamente 100.000 cooperativas en el país, que daban empleo a 700.000 trabajadores. Muchas de ellas son parte de la infraestructura estatal –puestos de cobro en autopistas, mantenimiento de carreteras, centros de salud— puesta en manos de las comunidades para su gestión. Se trata de un movimiento opuesto a la lógica predominante de subcontratación del gobierno: en lugar de subastar partes del Estado en beneficio de las grandes corporaciones y perder con ello el control democrático, las personas usuarias de los recursos reciben la autoridad para gestionarlos, creando así, al menos en teoría, tanto nuevos empleos como unos servicios públicos más responsables. Muchos de los críticos de Chávez ridiculizan estas iniciativas calificándolas de regalos y subvenciones injustas, por supuesto. No obstante, en una época en que Halliburton, desde hace ya seis años, considera al gobierno de Estados Unidos como su cajero automático personal, del que ha retirado más de 20.000 millones de dólares sólo en contratos para Irak, que se niega a contratar trabajadores locales tanto en la costa del Golfo Pérsico como en Irak, que luego a modo de agradecimiento a los contribuyentes estadounidenses traslada sus oficinas a Dubai (con los consiguientes beneficios fiscales y legales), no cabe duda de que las subvenciones directas de Chávez a la gente corriente parecen significativamente menos radicales.

La protección más decisiva de América Latina frente a futuros choques (y por consiguiente frente a la doctrina del choque) proviene de la creciente independencia del continente respecto a las instituciones financieras de Washington, como resultado de una mayor integración entre los movimientos regionales. La Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA) es la respuesta del continente al Area de Libre Comercio de las Américas, sueño corporativo, actualmente enterrado, de una zona de libre comercio que se extienda desde Alaska a Tierra del Fuego. Aunque el ALBA está en sus primeras etapas, Emir Sader, un sociólogo brasileño, describe su promesa como “un perfecto ejemplo de auténtico comercio justo: cada país proporciona lo que puede producir con más facilidad, y a cambio recibe lo que más necesita, con independencia de los precios de los mercados globales.” Así pues, Bolivia proporciona gas a precios reducidos estables; Venezuela ofrece petróleo fuertemente subvencionado a los países más pobres y comparte sus conocimientos para el desarrollo de las reservas; Cuba envía a miles de médicos a proporcionar cuidados sanitarios en todo el continente, mientras que forma a estudiantes de otros países en sus escuelas de medicina.

Se trata de un modelo muy diferente del tipo de intercambio académico que comenzó en la Universidad de Chicago a mediados de los años 50 del siglo pasado, cuando centenares de estudiantes latinoamericanos aprendieron una única y rígida ideología, y luego volvieron a sus países para ponerla uniformemente en todo el continente. El principal beneficio es que el ALBA es esencialmente un sistema de trueque en el que los países deciden por sí mismos el valor de un determinado producto, en lugar de permitir que sean los traders de Nueva York, Chicago o Londres los que fijen los precios en su lugar. Esto hace a estos países menos vulnerables a las fluctuaciones de precios que tanto han perjudicado a América Latina en otras ocasiones. Rodeada por turbulentas aguas financieras, América Latina está creando una zona de relativa tranquilidad y predecibilidad económica, algo que se consideraba imposible en la era de la globalización.

Cuando un país se halla ante dificultades financieras, esta integración potenciada significa que no debe necesariamente dirigirse al FMI o al Departamento del Tesoro de Estados Unidos en busca de ayuda financiera. Lo cual constituye una bendición, por cuanto la Estrategia de Seguridad Nacional para 2006 4 establece claramente que para Washington, la doctrina del choque sigue plenamente vigente: “En caso de crisis, la respuesta del FMI deberá reforzar la responsabilidad de cada país por sus propias opciones económicas”, dice el documento. “Un FMI más focalizado reforzará las instituciones y la disciplina de mercado en sus decisiones finales” Este tipo de “disciplina de mercado” sólo puede aplicarse si los gobiernos piden ayuda a Washington. Tal como el vicedirector ejecutivo del FMI, Stanley Fischer, explicó con ocasión de la crisis financiera asiática, el prestatario sólo puede prestar ayuda si se le solicita, “pero cuando (un país) no dispone de dinero, no tiene muchos lugares a donde ir.” Ahora, ya no es así. Gracias a los altos precios del petróleo, Venezuela ha surgido como un prestatario importante a otros países en vías de desarrollo, permitiéndoles poner fin a su dependencia de Washington. Más significativo aún, el próximo mes de diciembre verá el nacimiento de una alternativa regional a las instituciones financieras de Washington: el Banco del Sur, que prestará fondos a los países miembros y promoverá la integración económica de éstos.

Ahora que pueden dirigirse a otras instancias en busca de ayuda, los gobiernos de la región están evitando al Fondo Monetario Internacional, lo que tiene consecuencias importantes. Brasil, encadenado a Washington durante tanto tiempo por su enorme deuda, se niega a firmar un nuevo acuerdo con el Fondo. Venezuela está estudiando su retirada del FMI y del Banco Mundial, e incluso Argentina, antes alumno modelo de Washington, ha adoptado esta misma actitud. En su discurso sobre el estado de la Nación, de 2007, el Presidente Néstor Kirchner (al que ha sucedido ahora su esposa, Cristina) dijo que los deudores externos del país le habían dicho: “Deben llegar a un acuerdo con el Fondo Internacional a fin de poder pagar la deuda.” “A lo que les respondí: señores, somos soberanos. Queremos pagar la deuda, pero de ninguna manera vamos a establecer otro acuerdo con el FMI.” Como resultado, el FMI, un poder supremo durante la década de 1980 y 1990, ya no constituye una fuerza en el continente. En 2005, América Latina representaba el 80% de la cartera de préstamos del FMI; en la actualidad, el continente representa sólo el 1%, un cambio oceánico en sólo dos años.

Esta transformación va más allá de América Latina. En sólo tres años, la cartera de préstamos a escala mundial del FMI se ha reducido de 81.000 millones de dólares a 11.800 millones de dólares, y la mayor parte de la misma en Turquía. Convertido en un paria en aquellos países en los que ha gestionado las crisis como un medio para conseguir beneficios, el FMI está desapareciendo.

El Banco Mundial se halla ante un futuro igualmente precario. En abril, Rafael Correa reveló que había suspendido todos los préstamos del Banco y había declarado al representante de esta institución en Ecuador persona non grata, lo que se trata de una medida excepcional. Dos años antes, explicó Correa, el Banco Mundial había utilizado un préstamo de 100 millones de dólares para hacer fracasar medidas económicas que hubieran supuesto la redistribución de los recursos petroleros del país en beneficio de los pobres. “Ecuador es un país soberano y no soportaremos la extorsión por parte de esta burocracia”, afirmó. Entretanto, Evo Morales anunció que Bolivia se retiraría del organismo de arbitraje del Banco Mundial, organismo que permite a las corporaciones multinacionales llevar a los tribunales a los gobiernos nacionales cuando éstos establecen medidas que reducen sus beneficios. “Los gobiernos de América Latina, y creo que el mundo, nunca ganan estos casos. Las transnacionales siempre salen vencedoras,” afirmó Morales.

Cuando Paul Wolfowitz se vio obligado a dimitir como presidente del Banco Mundial en mayo pasado, quedó meridianamente claro que la institución necesitaba adoptar importantes medidas si quería recuperarse de la profunda crisis de credibilidad que sufre. En pleno asunto Wolfowitz, el Financial Times informó que cuando los gestores del Banco Mundial hacían llegar sus consejos al mundo en desarrollo, “éste se reía en su cara.” Si a ello se añade el fracaso de las conversaciones de la Organización Mundial de Comercio en 2006 (con declaraciones que afirmaban que “la globalización está muerta”) en la actualidad parece como si las tres principales instituciones encargadas de imponer la ideología de la Escuela de Chicago con carácter de inevitabilidad económica están en riesgo de extinción.

Parece lógico que la revuelta contra el neoliberalismo tenga su vanguardia en América Latina. Como habitantes del primer laboratorio del choque, los latinoamericanos han tenido más tiempo para recuperarse, y comprender cómo funcionan las políticas de choque. Esta comprensión es fundamental para una nueva política adaptada a nuestros tiempos de choque. Cualquier estrategia basada en la explotación de la ventana de oportunidad que abre un choque traumático --el elemento central de la doctrina del choque- descansa en gran medida en el elemento sorpresa. Un estado de choque es, por definición, un momento en el que hay una brecha entre los acontecimientos que se suceden rápidamente y la información existente para explicarlos. Sin embargo, tan pronto como tenemos una nueva narrativa que ofrece una perspectiva sobre los acontecimientos del choque, volvemos a estar reorientados y el mundo comienza a tener sentido una vez más.

Una vez entendidos los mecanismos de la doctrina del choque, en profundidad y colectivamente, cada vez más difícil resulta tomar por sorpresa a las comunidades, y más difícil confundirlas.

http://www.thenation.com/doc/20071126/klein

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1 “No vamos a tragar eso” (N. del T.)

2 Chabolas, villas miseria (N. del T.)

3 http://www.soaw.org/type.php?type=18 (N. del T.)

4 2006 National Security Strategy, 18.3.2006 (N. del T.)

Traducido del inglés para Rebelión por S. Seguí/ rebelion.org

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