Editorial de La Jornada, México.
Las muestras de descontento que tienen lugar en Argentina y Bolivia, encabezadas por grupos tradicionalmente privilegiados en ambas naciones, se incrustan en una cadena de acciones en contra de gobiernos considerados progresistas en distintos países del Cono Sur, detrás de las cuales puede entreverse un mismo objetivo: la desestabilización política.
En el caso de Argentina, la presidencia de Cristina Fernández enfrenta el descontento de los empresarios agrícolas por el incremento en los impuestos a las exportaciones de soya y girasol. La crispación ha sido capitalizada por la derecha de esa nación austral, que en su momento constituyó el sostén de la dictadura militar que gobernó esa nación entre 1976 y 1983, y que actualmente es adversa a las políticas seguidas por el gobierno de Fernández y de su antecesor, Néstor Kirchner.
Por lo que hace a Bolivia, el presidente Evo Morales ha hecho frente, desde su llegada al poder, a una ofensiva oligárquica que, para mermar la labor del gobierno, anteriormente había aprovechado los conflictos regionalistas, y que ahora es apuntalada por el descontento empresarial ante la decisión gubernamental de prohibir las exportaciones de aceite comestible. En protesta por esa medida, que a decir de Evo Morales tiene el fin de “garantizar a la población su derecho a la alimentación”, la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia (CEPB) instó al mandatario a “recuperar la cordura” y frenar sus supuestos ataques “contra el aparato productivo y las libertades económicas”, en tanto que los líderes transportistas amenazaron con iniciar un bloqueo de las fronteras con Chile, Argentina, Perú y Brasil, como medida de presión al presidente boliviano para que dé una tregua de 60 días en la prohibición de exportar el producto.
En forma similar, otros gobiernos de la región han sufrido, respectivamente, las embestidas de las fuerzas oligárquicas al interior de sus naciones. Tal es el caso de Ecuador, donde el presidente Rafael Correa ha denunciado ser objeto de una campaña de desestabilización, en la que participan los “medios de comunicación de la derecha”, que busca deponerlo para colocar en su lugar a un “títere de Washington”. Por su parte, los grupos oligárquicos de Venezuela han mantenido un acoso sistemático en contra del presidente Hugo Chávez, que incluso logró separarlo del cargo durante unas horas, por vía de una intentona de golpe de Estado en 2001.
Significativamente, el denominador común de los gobiernos referidos es que se han distanciado, de una forma o de otra, de las políticas económicas propias de la doctrina capitalista y, por el contrario, han insertado medidas orientadas a atender las necesidades de las clases populares en sus respectivos países y reducir en alguna medida la insultante brecha de desigualdad y los regímenes de privilegios que propiciaron la concentración de riqueza en unas cuantas manos.
Finalmente, es de destacarse que, como lo han denunciado en su momento los gobiernos de Ecuador, Bolivia y Venezuela, los conflictos referidos hayan sido alentados por Estados Unidos. El hecho de que Washington asuma un nuevo rol protagónico en apoyo a una ofensiva generalizada de la reacción contra los gobiernos progresistas de Sudamérica vendría a confirmar que su pretendido papel de defensor y promotor mundial de la democracia y los derechos humanos continúa siendo una mera simulación o, cuando mucho, una postura que asume a conveniencia.
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