Las condiciones sociales del trabajo intelectual
Entrevista realizada por PAULINA GUTIÉRREZ* y OSMAR GONZÁLEZ**
Nota PreviaEl 17 de febrero del año 2004 falleció el doctor Norbert Lechner, víctima de una violenta enfermedad de relativamente corta duración. Lechner fue uno de los más destacados y creativos científicos sociales de la comunidad intelectual de América Latina. Su trayectoria como investigador y pensador lo llevó desde la indagación acerca de las particulares características del Estado en los países de la región hasta, especialmente en los últimos años, profundas y altamente novedosas reflexiones sobre la política y la subjetividad de los individuos en nuestras sociedades. Valga también recordar que Lechner, en un acto de coraje civil y hasta de audacia política, permaneció en el Chile del dictador Pinochet, participando activa y creativamente en el largo proceso de preparación intelectual y política de la reconquista de la democracia en ese país, lo cual le mereció el otorgamiento de la ciudadanía chilena por una decisión unánime del Parlamento.
No está demás recordar y destacar las extraordinarias cualidades humanas de Norbert Lechner, que tuvieron su contrapartida en el hondo aprecio de quienes tuvimos el privilegio y el honor de ser sus amigos.
Norbert Lechner estuvo vinculado al Cendes y a muchos de sus investigadores y fue un miembro muy activo del Comité Asesor de la revista Cuadernos del Cendes.
A su esposa y a sus hijos el Cendes dedica la publicación de esta conversación en nuestra revista, como un homenaje solidario y sereno.
Heinz R. Sonntag
Sabemos que el pensamiento es un proceso complejo, difícil de reconstruir en la mezcla de intuiciones y convicciones, de dudas y certezas, de apuestas y argumentación lógica. El propósito de esta entrevista consiste en explorar un aspecto específico: las condiciones sociales de la reflexión. ¿Cómo llegas a producir las ideas que presentas en tus escritos? Tus trabajos revelan un estilo de indagación, incluso de redacción, muy particulares, que tienen poco que ver con el grueso de los análisis políticos. Me pregunto si tu reflexión intelectual no refleja los rasgos particulares de tu biografía. Naciste y te formaste en Alemania, mientras que realizaste tu carrera profesional en Chile en contextos tan diferentes como los de Allende, Pinochet y la reconstrucción democrática. El lugar especial de tu obra ha sido ratificado recientemente cuando el Congreso chileno te concede la nacionalidad por especial gracia, en reconocimiento a tus contribuciones a pensar la democracia. Es notable que obtengas este reconocimiento cívico, respaldado por todos los partidos políticos, a pesar de que tus textos tratan más de los patios interiores de la democracia que de las grandes avenidas. Tus libros no son manuales de uso masivo, sino una mirada oblicua sobre lo que nos está pasando. En suma, cuando te pones a observar tu propia producción intelectual ¿qué te llama la atención?
Norbert Lechner. Comparto la preocupación por conocer cómo nuestras interpretaciones de la realidad social se encuentran condicionadas por determinadas condiciones de producción. En América Latina se cultiva poco la historia de las ideas y en Chile todavía menos. Tenemos poca conciencia de que nuestra manera de pensar tiene su historia, sus tradiciones, sus encrucijadas. Incluso los intelectuales muchas veces eluden una auto-observación de su trayectoria e ignoran cuán condicionada está por su entorno social. Me parece que debemos distinguir dos estrategias de investigación igualmente legítimas. Una se guía por los temas y problemas derivados del desarrollo de la disciplina; los mismos avances de la ciencia política o la sociología suscitan nuevas preguntas. La otra se nutre de los retos que plantea la realidad social; la originalidad de un estudio reside en la capacidad de «escuchar», nombrar e interpretar los fenómenos sociales emergentes. Yo me guío por esta segunda estrategia. Mi reflexión nace en respuesta al mundo que me rodea. Y buscando respuesta, echo mano del debate teórico como una caja de herramientas para interpretar esa realidad. Por cierto, dependerá de la calidad de la reflexión teórica que el análisis no se agote en la coyuntura.
Tu libro sobre La construcción del orden deseado lleva como introducción una larga entrevista con Tomás Moulián. Sin embargo, vuestra conversación no alude a tus antecedentes biográficos. Comencemos pues por revisar qué influencias puede haber tenido tu historia de vida.
N.L. Nací el 10 de junio de 1939 en Karlsruhe, Alemania, en víspera de la Segunda Guerra Mundial. Nací pues en un clima de tensiones y temores que marca mis primeros meses de vida.
Pocas semanas después, el primero de septiembre, la invasión de Alemania a Polonia da inicio a la guerra. Más allá de la acción militar, empero, se trata del apogeo de Hitler. ¿Qué significa la dictadura nazi para tu vida?
N.L. En lo personal, no tengo una vivencia consciente del nazismo. Más me impactó la guerra: los bombardeos ingleses, el ruido de las sirenas y la corrida a los refugios. Treinta años después, en las semanas posteriores al golpe de 1973, las balaceras y los demás despliegues del poder militar actualizan mis miedos infantiles. En cambio, conozco y asumo la existencia del nazismo recién en el liceo. En mi familia no se hablaba de Hitler; ella no era partidaria del régimen, pero tampoco opositora. Creo que no se sentía política y moralmente responsable de lo que sucedía; debe haber compartido con muchos alemanes el afán de encontrar un modus vivendi al menor costo posible. No es gente que participe en las atrocidades nazis; no las aprueba ni las apoya. Pero tampoco las combate. Opta por el silencio, la indiferencia. Es un acto de cobardía, pero quizá yo hubiera actuado igual: como dice Brecht: pobre el país que requiere de héroes. En mi caso, no me peleé con mis padres acerca del pasado nazi, un conflicto que jugó un rol sobresaliente en el movimiento alemán del 68. Sin embargo, durante muchos años sentí vergüenza de ser alemán. Mis vínculos con «lo extranjero» me hacían ver «lo alemán» como un estigma que, sin haberlo provocado, no podía borrar.
Volveremos sobre la dificultad de ser alemán, pero antes háblanos de la influencia que tú atribuyes a tu familia.
N.L. Bueno, soy hijo único de una familia de clase media. Mi padre estudió matemáticas y física y después fue profesor de educación secundaria. Es un hombre culto, con gran vocación musical, pero carente de todo gusto por la literatura. En cambio, yo comencé a leer desde muy temprano. La literatura me sirvió para hacerme un espacio frente a la figura dominante –en términos normativos e intelectuales– de mi padre. Creo que esa mezcla de rigidez normativa, superioridad intelectual y reserva emocional condiciona mi formación. Al mismo tiempo tenía un talante liberal que no buscaba influir en mi modo de pensar.
¿Y tu madre?
N.L. Fue mi fuente de amor. Mi madre muere muy joven, a los 36 años, de un cáncer, cuando yo apenas tengo 12 años. La pérdida de la madre a esa edad representa un trauma que me persigue por muchos años.
Da la impresión de que creces en una familia de clase media bastante típica.
N.L. Es una familia con movilidad ascendente y, por lo mismo, sensible a las amenazas de descenso social. Mis abuelos paternos y maternos son gente del campo que llega a la ciudad en el marco de la industrialización y urbanización que caracterizan a Alemania en 1900. Un abuelo es funcionario de ferrocarriles y el otro carnicero. Mi padre es el primero de la familia que entra a la universidad, mientras que mi madre no tiene más que educación básica. De ahí que la búsqueda de reconocimiento haya sido un factor recurrente en mi desarrollo intelectual.
Un factor decisivo de la educación son los valores que te inculcan tus padres. ¿Cuáles eran los valores básicos que orientan tu infancia?
N.L. Provengo de una familia católica practicante que impone una educación bastante rígida en virtudes y pecados. El catolicismo alemán de entonces tiene un doble efecto: pone distancia respecto al régimen nazi y, al mismo tiempo, trasmite una visión conservadora del orden. Inculca una distinción nítida entre el bien y el mal, pero no ayuda a formar un juicio propio. Me tomó tiempo elaborar una opción individual. Lo lento de mi emancipación se desprende de lo tardío que fue mi aprendizaje político. Sólo como estudiante, habiendo abandonado el entorno familiar, comienzo a interesarme por mi entorno social.
En muchos casos existe una relación fuerte entre una forma de pensar y determinado espacio urbano. En tu caso, ¿la ciudad de Karlsruhe influyó en algo sobre tu formación?
N.L. Es cierto que la ciudad establece un espacio muy particular porque fue diseñada, en pleno absolutismo ilustrado, a la manera de un abanico con el palacio en el corazón. Más importante que la trama urbana, sin embargo, parece ser el ambiente y la experiencia urbana. Al respecto, Karlsruhe tiene menos carácter que Freiburg, donde hice gran parte de mis estudios universitarios. Además, me mudé demasiadas veces: Oporto, Madrid, Valencia. Más tarde París y Córdoba y, sobre todo, Santiago. Recuerdo con afecto ambientes específicos de cada una de estas ciudades, pero no percibo un impacto sobre mi trabajo.
Vuelvo a la cronología. En Karlsruhe viviste el comienzo de la guerra y conociste los bombardeos. En medio de esas tensiones tu familia decide emigrar a Portugal. Esa decisión debe haberte cambiado la vida.
N.L. A fines de 1940 partimos a Oporto, donde mi padre trabajará en el Instituto Goethe. El traslado permite alejarnos de la guerra y evitar sus penurias, pero al precio de un desarraigo. Pierdo los lazos y lugares que conformaban mi origen. Desde entonces me cuesta definir un lugar propio.
Tuviste la suerte de vivir lejos de la guerra y la post-guerra en Alemania. Ello marca una diferencia con los jóvenes de tu generación. ¿Tú percibes esa diferencia?
N.L. Cuando nos trasladamos a Madrid, a comienzos de 1945, conozco una doble post-guerra –europea y franquista– que se refleja en una ciudad pobre y triste. Es la primera mirada al mundo que me rodea y descubro un mundo gris. Sin embargo, terminan siendo más significativas las alegrías que acompañan mis primeras identificaciones de «lo propio»: me vuelvo aficionado de los toros y del Real Madrid. O sea, hay una vivencia de «ser español» en paralelo al ambiente alemán en la familia.
Eso me recuerda el papel del lenguaje entre las condiciones sociales del pensamiento. ¿La educación bilingüe influye en tu manera de pensar?
N.L. Me parece que el bilingüismo puede acentuar las dificultades de un joven para desarrollar una identidad propia. En mi caso, aprendo al mismo tiempo el alemán y el portugués, luego olvido el portugués para aprender el castellano y termino hablando una mezcla incomprensible de alemán y español, propia de los niños del pequeño ghetto alemán. Vale decir, carezco de un anclaje lingüístico firme que me permita comunicar espontáneamente ideas y emociones. Ahora pienso que esa debilidad del lenguaje materno debe influir igualmente en mi dificultad de recordar y verbalizar mis sueños. Aquí podría radicar el impacto. Yo pienso a partir de imágenes que por una u otra razón se cargan de significaciones preverbales que buscan expresarse en palabras escritas. En ese paso de la imaginación visual al pensamiento discursivo se juega para mí el trabajo intelectual.
Parece que sufriste bastante con el desgarro entre el hecho de ser alemán y el sentimiento de pertenencia que nacía de la afición a los toros y al fútbol. Esa afición o, mejor dicho, pasión se mantiene hasta la fecha. Comparado con esos poderosos mecanismos de identificación, el retorno a Alemania no te ofrece referentes alternativos.
N.L. Regreso a Karlsruhe en el año 1952 cuando tengo trece años. Fue un cambio brutal. En primer lugar, no soy Ulises, quien tras largas aventuras retorna al hogar. Yo viví mi infancia en lugares distintos a los de mis padres y abuelos. Para mí Alemania es un país desconocido, una familia extraña, un modo de vida ajeno. Segundo, Alemania representa el lugar donde perdí a mi madre. Es a partir de una vivencia inicial de pérdida y soledad que debo construir mi inserción. En tercer lugar, el regreso a Karlsruhe significa ingresar a un gran liceo, con exigencias de calidad y disciplina muy superiores a las que estaba habituado. Además mis compañeros de curso suelen llamarme «el español» y por medio de esa mirada externa me asumo a mí mismo como extranjero. A esta auto-identificación contribuyen mis lecturas de adolescente. Cuando leo El Extranjero de Camus me descubro a mí mismo en ese personaje solitario y desarraigado. Como muchos de mi generación tengo a Camus y Sartre, Brecht y Kafka como autores de cabecera. Estoy convencido de que muchas veces se aprende más de la realidad por medio de la literatura que a través de las ciencias sociales.
Eres un adolescente de trece años cuando comienzas tu ciclo alemán. ¿A partir de entonces toda tu formación intelectual es alemana?
N.L. Sí, hice mi bachillerato en 1959 y a continuación, contrariando mi vocación espontánea por la literatura y las artes plásticas, comencé a estudiar Derecho porque significaba mantener abiertas más opciones a futuro. Tuve el apoyo de mi padre para dedicarme primero a una formación cultural general. Con ese pretexto pasé tres semestres en Munich y luego un año en París disfrutando de una especie de fiesta intelectual. Sobre todo la estadía en París me abre de par en par una ventana al mundo. Mi vida universitaria en Freiburg implica una larga «travesía del desierto» aprendiendo el rigor y la disciplina del Derecho. Visto en retrospectiva fue un aprendizaje útil, pero no te imaginas lo feliz que fui entonces al terminar mis estudios jurídicos y al obtener en 1964 mi licenciatura.
¿Y ejerciste alguna vez como abogado?
N.L. No, nunca me vi como jurista. Con la licenciatura en la mano fui aceptado en el curso de doctorado de Dieter Oberndörfer, catedrático de Ciencia Política en Freiburg. Además, por saber español, me contrató como colaborador junior en el Centro de Estudios del Tercer Mundo que él dirigía. Aquí comienza mi aventura latinoamericana, un poco al azar.
Tu infancia te había imbuido de un «estilo latino». Así y todo, no es un salto menor irte de Freiburg en el corazón de la Selva Negra a Chile, un país al fin del mundo. ¿Por qué te decidiste a venir a Chile?
N.L. Me incorporé al mencionado Centro para colaborar en una serie de estudios sobre el movimiento universitario en América Latina. Propuse trabajar sobre Chile. ¿Por qué? Creo que mi decisión responde a un conjunto de factores bastante azarosos. Una primera razón es que Chile era noticia en la prensa alemana de 1964. Las elecciones chilenas de ese año tuvieron una fuerte repercusión en Alemania dada la posibilidad de que ganara la Democracia Cristiana. Segundo, me atrajo el programa de «revolución en libertad» que proponía Eduardo Frei Montalva. Aparece aquí una pregunta que me perseguirá por años: ¿cómo compatibilizar orden y cambio social? Te das cuenta de que el interrogante tiene que ver más con mi biografía que con un planteo académico. Hay un tercer elemento que interpela mi espíritu aventurero: Chile es uno de los países más alejados de Alemania y me permitiría conocer otros lugares en los viajes de ida y regreso. Es probable que mi salida fuese también una suerte de fuga; estaba hastiado. Así fue como un joven candidato a doctor de veinticinco años desembarca en el viejo aeropuerto Cerrillos en enero de 1965.
En aquella época el salto trasatlántico debe haber sido todavía una verdadera aventura. De pronto te ves enfrentado a un mundo noeuropeo. ¿Qué te llama la atención en tu primer contacto con la realidad chilena?
N.L. Me siento como pez en el agua. Prolongo una estadía prevista de tres meses a un año entero. Me adapto con facilidad al modo de vida chileno y hago buenas amistades. Sin embargo, mi gran descubrimiento en aquel viaje es la política. La estadía en París significó una primera aproximación, pero nunca había estado en un lugar donde se hablara y polemizara tanto sobre temas políticos. Viniendo de un ambiente de guerra fría, aprendo rápidamente lo entretenida que puede ser la política. De regreso en Freiburg, la Fundación Adenauer me ofrece trabajar en su oficina santiaguina; de este modo estoy de vuelta en Chile entre enero de 1966 y mediados del 67.
Un factor decisivo en la formación intelectual es la socialización que brinda el entorno universitario. Por lo que cuentas, tu socialización académica es posterior a tus estudios de Derecho, más vinculada a tu estadía en Chile y tu estudio de Ciencia Política.¿Reconoces la influencia de algún «maestro» que haya orientado tu pensamiento posterior?
N.L. Mi principal amistad es con Franz Hinkelammert, un economista berlinés y gran intelectual, que se desempeñaba como director de la Fundación Adenauer en Santiago. Él debe haber sido el primero en Chile en plantear una teoría social del desarrollo. A través de él conozco a Marx y un pensamiento crítico que yo desconocía por completo. Mi misión era colaborar con el Instituto de Estudios Políticos, dirigido por Jaime Castillo Velasco, que es el núcleo de formación ideológica de la Democracia Cristiana. Allí me hice amigo de muchos jóvenes que –como Juan Enrique Vega– después formarían un nuevo partido, el MAPU (Movimiento de Acción Popular Unitaria).
En esa época y hasta el golpe de 1973, Santiago era un centro intelectual efervescente. En el debate intervenía, desde luego, la primera generación de cientistas sociales chilenos a la que pertenecían Eduardo Hamuy, Osvaldo Sunkel, Enzo Faletto, Raúl Urzúa. A ellos se agregaba un grupo de sociólogos brillantes en la Cepal, (Fernando Henrique Cardoso, Francisco Weffort, Edelberto Torres Rivas, Aníbal Quijano), un fuerte grupo de exiliados brasileños en el CESO (Ruy Mauro Marini, Theotonio Dos Santos) y otros intelectuales destacados como André Gunder Frank y Armand Matellart. Otro polo de influencia eran los jesuitas en torno a Roger Veckemans, mientras que Flacso organizaba el primer y entonces único postgrado en Ciencias Sociales de la región, con profesores como Alain Touraine, Johan Galtung y Adam Przeworski. Viendo esa aglomeración de nombres famosos, todo el mundo esperaría un animado debate intelectual. En realidad, las relaciones eran bastante segmentadas. Así y todo, sin duda fue un momento estelar en la historia cultural chilena.
Los conflictos políticos que culminan en el golpe de 1973 han tapado la vista de los debates que animaban las ciencias sociales en esos años. La conmemoración de los treinta años por la televisión ha puesto de relieve muchos aspectos olvidados, pero no podía reconstruir los hitos más complicados del debate chileno de entonces. Cuéntanos del contexto intelectual en que se movía la discusión.
N.L. Para no perderme en un anecdotario, me limito a recordar algunos textos famosos. En primer lugar, la formulación latinoamericana del estructural-funcionalismo de Parsons. Me refiero a Política y sociedad en un período de transición de Gino Germani que debe haber sido el libro más influyente en las incipientes carreras universitarias. Su teoría de la modernización es pronto cuestionada por otras dos obras representativas de la época: el libro de Cardoso y Faletto sobre Dependencia y desarrollo en América Latina y el de André Gunder Frank sobre el Desarrollo del subdesarrollo. Con enfoques muy distintos, ambos plantean un mismo tema: el modelo de desarrollo en América Latina y, en especial, la viabilidad del capitalismo como estrategia de desarrollo.
Ahora bien, en aquel momento la discusión teórica aparece subordinada a la posición político-ideológica de los autores. Su auto-identificación político-partidista suele definir el punto de vista a partir del cual abordan los fenómenos sociales. Tales presuposiciones valóricas son premisas (tácitas o explícitas) de todo análisis social. Pero en los años sesenta, la polarización política agudiza y rigidiza dichas presuposiciones. Se conforma una especie de «academia militante» donde los intelectuales tienden a racionalizar y justificar las posiciones políticas tomadas de antemano. Podría hablarse de «productores de ideología» en el sentido de crear cosmovisiones racionalizadoras, capaces de dotar de sentido las experiencias cotidianas de la gente.
Dentro de ese espíritu militante, ¿recuerdas lecturas significativas de esa época?
N.L. Más que una lectura de libros ocurre una lectura de la realidad. Predomina una fetichización de la práctica política que para mí equivale a un período de aprendizaje político. Antes no tenía pensamiento político propio, salvo una identificación sentimental con la Guerra Civil española. Nunca me sentí involucrado con la política alemana. Es gracias a los amigos chilenos que aprendo no solamente a analizar los problemas de gobierno que enfrenta Frei, sino a descubrir el funcionamiento real de una máquina como es el Partido Demócrata Cristiano. Sólo de manera secundaria me dedico a recopilar material para la tesis de doctorado. Había decidido hacerla sobre el proceso de democratización en Chile; un tema algo manoseado en la actualidad, pero poco analizado en aquel entonces. En los años sesenta la historia de la democracia chilena hacía parte del sentido común, pero no era tema de indagación académica. Había estudios constitucionales como los de Julio Heise o análisis electorales, pero no una interpretación propiamente politológica (La democracia en México de Pablo González Casanova debe haber sido uno de los primeros estudios en considerar las condiciones sociales de la democracia).
La tesis de doctorado debe haber sido tu entrada a la producción académica. ¿Cuál es el enfoque teórico que orienta tu interpretación de la democracia chilena?
N.L. Déjame confesar que se trata de un enfoque ecléctico, sin mayor brillo. Los enfoques predominantes en la ciencia política de esa época (la escuela del Political Development o la teoría sistémica de David Easton) no ofrecían, a mi entender, un marco conceptual adecuado. Políticamente la estadía chilena me había acercado a posiciones de izquierda. Pero esa mirada no tenía traducción al plano teórico. No encontraba un esquema interpretativo que permitiera dar cuenta de la realidad empírica. Había demasiada realidad, por así decir. Finalmente adopté un enfoque de Ralf Dahrendorf que tematizaba algunas cuestiones claves: la dinámica del cambio social, el conflicto de clases, la democracia como institucionalización de conflictos. Eran temas ausentes en la escuela norteamericana pero, a mi juicio, indispensables para la comprensión del proceso chileno.
Defiendo la tesis a mediados del 69 y al año siguiente José Aricó publica una versión abreviada en Buenos Aires bajo el título La democracia en Chile. No he vuelto a leer el libro y me cuesta hacer una evaluación retrospectiva del valor que pudiera haber tenido entonces. Expresaba una visión optimista sobre el progreso casi irresistible del proceso de democratización. Ahora bien, a la hora de publicarse el libro, la dinámica de la Unidad Popular había instalado ejes temáticos distintos a la democracia. Y cuando la cuestión democrática retorna a fines de los años setenta será en un contexto muy distinto.
Tú escribes tu tesis en pleno movimiento del 68. Sin embargo, no mencionas ese contexto y sus posibles efectos para tu trabajo. ¿No participas del fenómeno?
N.L. El 68 representa un acto militante contra cierta historia de la nación alemana. Pienso en los jóvenes que aclamaron a Hitler y poco después marcharon a su guerra. En los años cuarenta enunciaron una timorata declaración de culpa («no fue culpa nuestra»), pero ya en los años cincuenta estaban instalados cómodamente en el llamado milagro alemán. Y en los sesenta se creen en pleno derecho a acusar a la nueva generación de alemanes, desvergonzados y sin moral, que se atreven a poner en duda la historia de la nación alemana.
Para los jóvenes de hoy no es fácil hacerse una idea del debate intelectual en aquellos años. ¿Qué otros temas retienes de aquel momento?
N.L. Leía mucho y recuerdo el impacto de El hombre unidimensional de Marcuse y Dialéctica del iluminismo de Horkheimer y Adorno. Marx desplaza a Max Weber en la lectura de los clásicos y se recuperan autores críticos como Rosa Luxemburgo o Erich Fromm. Son insumos para una crítica noeconomicista del capitalismo. Había entonces una visión de la sociedad como totalidad que ayudó a plantear una de las preocupaciones más discutidas: la relación entre el campo de experiencias individuales y el mundo de los asuntos públicos. El colapso de los viejos códigos de interpretación que se produce en aquellos meses pone en marcha un aprendizaje práctico que, para mi persona, no alcanzo a formular hasta bastante después. En el fondo fue el descubrimiento incipiente de la dimensión subjetiva de la política. ¿Cómo se articulan auto-realización individual y auto-determinación colectiva por medio de la democracia? La pregunta quedó diluida por la posterior ofensiva neoliberal que realza unilateralmente al individuo a la vez que echa por la borda toda referencia a la sociedad.
Tu ciclo estudiantil dura de 1959 al 69. Una vez que obtuviste el doctorado, era hora de decidir el futuro laboral. Pasaste un año en Córdoba, Argentina,…
N.L. … donde me hice de dos amigos entrañables: Pancho Aricó y Francisco Delich.
Pero seguía flotando en el aire la pregunta existencial de fondo: ¿qué hacer?
N.L. La pregunta encuentra su respuesta el 4 de septiembre de 1970 cuando asistí en Santiago a la victoria electoral de Salvador Allende. En seguida me entusiasmé con participar en la experiencia inédita de una revolución socialista por la vía legal. Y en marzo del 71 me embarqué de nuevo para Santiago sin saber que de hecho estaba dando un paso definitivo. A partir de entonces resido de modo ininterrumpido en Chile. La experiencia me hace pensar que, al menos en mi caso, las grandes decisiones son tomadas sobre la marcha y no responden a plan alguno.
Emigraste con treinta y un años, un doctorado de ciencia política y una sola maleta, para embarcarte emocional e intelectualmente en el gobierno de Allende. ¿Qué motivaciones estaban tras esa decisión?
N.L. Te cuento los hechos. Llego invitado por Manuel Antonio Garretón, director del Centro de Estudios de la Realidad Nacional, Ceren, que era un instituto dependiente de la Universidad Católica. Además de mi amigo Hinkelammert, había un equipo de investigadores de gran calidad académica y humana: Paulina Gutiérrez y Pilar Vergara, Tomás Moulián, Kalki Glauser, Rafael Echeverría, Jorge Larraín, Armand Mattelart, Ariel Dorfman y Hernán Valdés, entre otros. Pero mi relación fundamental sigue siendo con Franz. Con él armamos grupos de discusión inéditos en medio de la efervescencia política. Me cuesta transmitir lo insólito: realizamos un seminario sobre la sexualidad como mecanismo de control social, conversamos largamente sobre la racionalidad del «pensamiento nocturno» en relación a la «lógica diurna», etc. Era un ambiente muy creativo. Ahora me doy cuenta de la suerte que tuve, primero en el Ceren y después en Flacso y ahora en el PNUD, de poder participar en instituciones que eran verdaderos equipos.
Cuesta visualizar cómo esa creatividad intelectual se compagina con la agitación social y política que reina en el país. Ya señalaste cómo un clima de fuerte politización y polarización atravesaba también a las ciencias sociales. ¿Cuál es la relación entre producción intelectual y compromiso político?
N.L. Tratando de recordar esos años, me vienen a la mente algunos factores que pueden haber intervenido. Uno sería el «efecto número»; la «masa crítica» de científicos sociales es pequeña y, por tanto, la demanda de sus habilidades para «explicar el mundo» es más grande. Segundo, el «efecto generacional». Las ciencias sociales estaban constituidas por una generación joven, recién egresada de la universidad, con enormes ganas de aplicar el conocimiento adquirido a los problemas nacionales. Eso se ve potenciado, tercero, por el «efecto climático»; quiero decir, la sociedad chilena se encuentra en medio de un clima de cambio impulsado por la revolución cubana, los años Kennedy, el «aggiornamiento» de la Iglesia Católica y, por supuesto, los Beatles. En este contexto, las motivaciones psico-sociales para comprometerse con los marginales, con el cambio, con el servicio público y el desarrollo del país brotan por todos los poros. Y, cuarto, habría que destacar la pretensión de «objetividad científica» que invocaban tanto la tradición funcionalista como la marxista, que introduce a la discusión aquel dogmatismo y sectarismo que tanto daño nos hizo.
¿Tú participabas en un partido político?
N.L. En 1972 entré al MAPU, un movimiento generacional de jóvenes deseosos de otra forma de vida, pero me retiré en marzo de 1973, cuando el partido se escinde y priman intereses organizacionales. Ni antes ni después milité en un partido. Ahora bien, no sólo en el período de Allende, también en el de Pinochet, existía una tensión entre la reflexión intelectual y el compromiso político. Es una tensión ineludible, pienso yo, para la cual no existen instrucciones de uso.
En medio de la vorágine revolucionaria, no debe haber sido fácil establecer una línea de trabajo coherente.
N.L. A raíz de mi formación jurídica y mi amistad con José Antonio Viera Gallo, subsecretario de Justicia, elegí Estado y Derecho como área de investigación. No había muchos estudios sobre este aspecto a pesar de que era crucial en la estrategia de la Unidad Popular. Por lo tanto, intenté proponer una reflexión teórica, abordando los límites del Estado de derecho burgués en la línea de Otto Kirchheimer y las oportunidades que brinda el derecho como instrumento de cambio siguiendo la orientación de Lelio Basso. Y en enero de 1973 organicé un seminario internacional sobre el tema con la participación de numerosos juristas de América Latina y Europa. Pocos meses después, esos colegas, sensibilizados con la problemática chilena, jugarán un papel destacado en las campañas de solidaridad.
Todavía nos falta la distancia necesaria para realizar un balance matizado del gobierno de Allende. Será tarea de la próxima generación, menos involucrada emocionalmente en el proceso. ¿Pero te atreves a hacer una evaluación tentativa?
N.L. El gobierno de Allende sigue siendo motivo de controversia y no podía ser de otra manera. Por un lado son evidentes las ambivalencias del presidente y las contradicciones de la Unidad Popular. Hubo errores estratégicos que conducen no sólo a la derrota política del gobierno, sino al fracaso. Enrico Berlinguer, líder de los comunistas italianos, formuló más claramente la conclusión: no hay estrategia viable de cambio social sin el respaldo de una mayoría cultural y política. Por el otro lado, empero, y visto en retrospectiva, el gobierno de Allende es también un motivo de orgullo porque actualizó el viejo sueño de «libertad, igualdad y fraternidad». A mi entender, no logramos rendir justicia al proyecto de Allende si no lo ponemos en el contexto de la historia chilena en su onda larga. Su significado histórico radica en haber puesto fin al proyecto oligárquico que reinaba desde 1830. Ese orden oligárquico, basado en la desigualdad social, seguía definiendo el modo de vida chileno hasta los años sesenta cuando yo llegué a Chile por primera vez. Chile era entonces –y sigue siendo– una sociedad muy «clasista» con grados de desigualdad en las condiciones económicas y en el trato diario de la gente que me impactan fuertemente. El gran mérito tanto de Frei como de Allende consiste en romper con el principio de la desigualdad y en reivindicar la igualdad y dignidad de cada individuo. No es fácil apreciar el alcance de esa ruptura en el orden moral y los esquemas interpretativos de la realidad nacional, especialmente ahora que las desigualdades sociales han vuelto a adquirir una apariencia de hecho natural.
El enfrentamiento con la tradición oligárquica conlleva muchos excesos pero algunos quizás sólo sean la versión exagerada de ciertas virtudes. Por ejemplo, la alegría y la fiesta que reinaban los primeros años tienen su contraparte en una pérdida creciente de realismo. Junto con gozar una subjetividad largamente reprimida se tiende a olvidar que «lo posible» tiene límites. Otro ejemplo es, a mi juicio, la reivindicación de las clases populares de ser el sujeto efectivo de los cambios en curso. Esa lucha por hacerse actores del proceso social encuentra su cara oscura en un desconocimiento infantil de la lógica específica que gobierna el proceso económico. Pues bien, no olvido mi responsabilidad por la ceguera ideológica con que todos terminamos interpretando la realidad del país.
El 11 de septiembre de 1973 es el gran terremoto de la historia chilena. ¿Cómo viviste el golpe?
N.L. Anímicamente yo me salvo en septiembre del 73 porque me había enamorado de quien sería mi mujer, Paulina Gutiérrez. Existía pues un anclaje afectivo amoroso que impide que el vendaval del golpe nos borre del mapa. Gracias a este lazo existencial sobrevivo al derrumbe de un sueño. Hoy lo veo como el fin previsible pero no menos brutal de un deseo de emancipación. Pero me acuerdo que, al mismo tiempo, vivo el golpe con una suerte de alivio después de meses de tensión cada vez más insoportables. Los sentimientos de miedo e impotencia nacieron en los días posteriores. No nos detuvieron ni allanaron la casa. Pero nos sabíamos vigilados por el taxi que estaba estacionado delante. Todavía conservo el documento de la embajada alemana indicando que estaba bajo su protección. Para ilustrar las vueltas de la vida, colgué al lado una copia del Diario Oficial de agosto del 2003 promulgando mi nacionalidad chilena por gracia especial.
En aquellas semanas muchos extranjeros, la mayoría exiliados latinoamericanos abandonan el país. Incluso tu amigo Hinkelammert se va. ¿Qué te motiva a quedarte en Chile? En una entrevista reciente declaraste que era una decisión de amor, amor de una mujer y amor por el país.
N.L. Creo que el vínculo amoroso instituye o, a lo menos, condiciona la mirada y la actitud con que enfrentas a la realidad social. En mi caso, es una doble relación. Por un lado, el amor de una mujer crea un sentido de vida que el golpe no alcanza a cuestionar. Al contrario, frente a la adversidad del entorno la experiencia de pareja enamorada se vuelve una auto-afirmación casi épica. Por el otro lado, el amor al país hace sentirme perteneciente a Chile en las buenas y en las malas. A diferencia de mi salida de Alemania, no estoy tentado por la fuga. Por el contrario, tenía presente el costo que había tenido para la vida cultural alemana el exilio forzoso en la época de Hitler. Y la decisión llegó a ser factible a raíz de un tercer elemento: mis amigos habían optado por la estrategia de quedarse –dentro de lo posible– en Chile. Y pronto el coraje y la tenacidad de personas como M.A. Garretón logran conformar las condiciones que hacen viable una resistencia intelectual a la dictadura. Gracias al apoyo de Nita Manitzas de la Fundación Ford, de Francisco Delich desde Clacso y otras muestras de solidaridad, la continuidad de algunos centros de pensamiento crítico queda asegurada.
En aquel momento te incorporas al equipo de Flacso-Chile que será uno de los centros académicos más productivos y prestigiados en los años ochenta. Ya estaban Enzo Faletto y Ángel Flisfisch y pronto se incorporarán otros amigos como Tomás Moulián. ¿Por qué no describes el nuevo escenario?
N.L. En ese tiempo, como dije, se confunden las ciencias sociales y las estrategias de cambio social y no sorprende, por consiguiente, que la mayoría de las instituciones de ciencias sociales fueran intervenidas o clausuradas por los militares. Se salva la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, creada en 1957 por la Unesco, por ser un organismo intergubernamental dedicado a fortalecer el desarrollo de las ciencias sociales en la región. Su actividad principal –la labor docente– queda suspendida, pero igual sirve de refugio académico a un conjunto de jóvenes investigadores expulsados de la universidad. Bajo la dirección de Luis Ramallo se inicia la insólita proeza de transformar un conjunto muy diverso de individuos en un equipo con un perfil intelectual propio.
Déjame hacer un pequeño homenaje a ese equipo y ver si recuerdo todos sus nombres: Adolfo Aldunate, Rodrigo Baño, Jorge Chateau, Enzo Faletto, Ángel Flisfisch, Manuel A. Garretón, Sergio Gómez, Julieta Kirkwood, Norbert Lechner, Eduardo Morales, Tomás Moulián, Carlos Portales y Augusto Varas.
Quiero agregar una ausencia que me apena; todavía está pendiente la tarea de escribir la historia de Flacso de ese período. Sería una tarea muy estimulante porque permitiría no sólo explorar los factores que ayudaron a constituir un equipo exitoso de investigación, sino también a vincular aspectos habitualmente escindidos: la ruptura del proceso político con las discontinuidades en las biografías individuales, las dinámicas de la renovación intelectual y la reconstitución del sistema político-democrático.
Bueno, existe el análisis de los denominados centros académicos independientes que realizó José Joaquín Brunner. Es un análisis sociológico de las instituciones que no aborda la historia de las ideas. ¿Puedes hablarnos del contexto en que se formulan las nuevas líneas de indagación?
N.L. Es más fácil hacer un recuento de los elementos institucionales-organizativos que inciden en la experiencia de Flacso. Primero, la existencia de una personalidad jurídica de organismo intergubernamental que el gobierno de Chile respeta inicialmente y sólo cancela en 1979. Dos, ese «paraguas» jurídico incluye la extraterritorialidad del edificio, dando una sensación precaria pero cierta de protección. Hay algo como una «casa propia». Tres, cuando Pinochet nos retira la personalidad legal obtenemos el respaldo del cardenal Silva Henriquez que nos incorpora a la Academia de Humanismo Cristiano. Cuatro, otro factor sobresaliente es el apoyo financiero inmediato e incondicional de la Fundación Ford a la que se suman pronto las fundaciones canadienses y más adelante las europeas. Es la ocasión de subrayar un hecho básico: no hay pensamiento crítico que subsista sin base material. Un quinto elemento de gran importancia es la capacidad organizativa que aportan los nuevos integrantes de Flacso a partir de su anterior militancia partidista. Somos personas con alguna experiencia en acción colectiva. Sexto, cabe considerar procesos más misteriosos como la configuración de una fuerte identidad de grupo, forjada en contra del entorno adverso. Me acuerdo también de un séptimo factor, pocas veces mencionado: aprender a ser tolerantes respecto a diferentes tradiciones culturales. Faletto y Flisfisch provienen de la Universidad de Chile, mientras que Garretón y Moulián se han formado en la Universidad Católica. Son dos mundos culturales muy distintos que cuesta poner a interactuar. Por último, quiero reiterar la solidaridad internacional que nos hacía sentir que los sacrificios propios al trabajo en Chile valían la pena.
El derrumbe de la Unidad Popular implica no solamente un proyecto político. En realidad, todos los referentes habituales se vienen abajo. Cuéntanos cómo ese derrumbe radical incide sobre los modos de pensar y escribir.
N.L. Todavía hoy me cuesta recordar el brutal colapso de una serie de condiciones que uno suele tomar por algo dado de antemano. Al igual que la mayoría de mis colegas, disfrutaba de la estabilidad propia de un cargo en la universidad. De pronto, el golpe trastoca completamente la vida cotidiana. De un día a otro, el mundo es otro. Y descubrimos nuestra vulnerabilidad a cada paso. Un hecho básico: el Ceren es disuelto y somos expulsados de la universidad. Por tanto, perdemos los ingresos con los cuales manteníamos la familia. ¿De qué vamos a vivir? Perdemos asimismo la cobertura de los servicios médicos; nadie puede enfermarse. El siguiente impacto proviene del colegio de los hijos. ¿Cómo pagarlo a fines de mes? ¿Cómo ayudar a los niños a conversar sobre lo ocurrido? No hay un momento de paz y sosiego. Expulsados del trabajo, estamos obligados a reinventar las rutinas diarias. ¿En qué ocuparemos todas las horas libres? Quedarse en casa, despierta las sospechas de los vecinos. La delación se ha vuelto una amenaza omnipresente. La propia vida familiar cambia por completo. La convivencia se intensifica súbitamente, sin contar con los amortiguadores que aportaba el entorno social. Así aprendemos que la dictadura no es un factor externo a nosotros, sino parte intrínseca de nuestras condiciones de vida. En fin, cuando uno recorre las condiciones de vida y de trabajo que se impusieron entonces, uno se da cuenta de las miserias y los dolores que tuvimos que superar.
Sobre todo los primeros años post-golpe fueron una busca desesperada de palabras que dieran nombre a lo que nos había pasado, que dijeran qué se había hecho de «mí mismo», cómo podía cambiar tanto el país. No sólo eso: creo que han quedado muchas ruinas enterradas en el silencio. Lo que quiero decir: tanto en el nivel macro-social (país) como micro-social (familia), estábamos forzados a pensar la derrota sufrida. Y a pensarnos desde la derrota. Ese es el trabajo de duelo que tuvimos que realizar. Y sus resultados influirán luego sobre el modo de enfocar la transición.
La incorporación a Flacso permite iniciar una especie de «reconversión» intelectual. Pero cabe presumir que no fue fácil transitar desde el universo cultural de la Unidad Popular hacía un nuevo horizonte.
N.L. Una vez más, la historicidad del proceso tiende a escaparse. Me acuerdo que en los setenta hubo largas discusiones en Flacso; seguro que, en buena parte, trataban de la coyuntura pero deben haber surgido otros temas que ya no recuerdo. Por ejemplo, falta reconstruir el registro de libros que leíamos en aquellos años. Yo destaco dos autores que leo inmediatamente después del golpe: Gramsci y La condición humana de Hannah Arendt. No sólo por su contenido, también por su estilo de exposición, son textos que incitan a buscar un nuevo marco de referencia. Posteriormente vendrá la lectura de Habermas y, por supuesto, todo el debate europeo (en particular el italiano) de los años setenta. Es decir, hubo un conjunto de lecturas «neo-marxistas» que ayudan a revisar el universo político-intelectual en que me movía, sin echar por la borda lo aprendido. En este contexto recuerdo con cariño a Enzo Faletto con quien mantenía largas conversaciones; todos los días caminábamos juntos a la oficina.
Otro elemento muy influyente son los seminarios latinoamericanos de Clacso organizados por Francisco Delich. Rápidamente el circuito se extiende; funciona un sinnúmero de comisiones de trabajo que provocan una circulación regional de los intelectuales nunca antes vista. En aquellos seminarios se anudan los nexos entre exilio e interior; entre quienes provenían de dictaduras y quienes disfrutaban libertades democráticas; entre los nombres consagrados y las nuevas figuras. Cabe destacar la conferencia sobre democracia que tuvo lugar en 1978 en Costa Rica porque ella inaugura el debate sobre la cuestión democrática que prevalece en los años ochenta. Debe haber sido mi primera salida a un seminario internacional.
A solicitud de Guillermo O’Donnell, en 1978 me encargo de coordinar la comisión Estado y Política de Clacso. Y me dedico a construir y animar una red que se mantiene activa hasta los años noventa. Incluye a Delich, José Aricó, Juan Carlos Portantiero y Oscar Landi de Argentina, a Andrade Regis de Castro y María Herminia Tavares de Brasil, a Angel Flisfisch de Chile y Julio Labastida de México quien organiza algunos seminarios memorables. Y con la victoria del PSOE se intensifican las relaciones con España: Ludolfo Paramio, José María Maravall, Miguel Satrústegui. Con la colaboración de este grupo informal, organizo durante los años ochenta tres seminarios cuya publicación alcanza cierta resonancia: «¿Qué significa hacer política? ¿Qué es realismo en política? y Cultura política y democratización». Reseño los títulos porque indican, a modo de interrogación, el propósito de impulsar una nueva manera de pensar y de hacer política, al margen de las grandes avenidas.
Esa generación de intelectuales latinoamericanos anunciaba la emergencia de una «nueva izquierda», según señalaste entonces. ¿Se cumplió la promesa?
N.L. En los años ochenta se torna visible la ruptura con el discurso revolucionario de los setenta. Hay nuevas experiencias, a veces traumáticas, que, sin embargo, pueden ser compartidas y que dan lugar a una nueva lectura de la realidad. Te doy ejemplos de la innovación temática: discutíamos acerca de la vida cotidiana de la gente en la constitución de los sujetos políticos; planteábamos una concepción de utopía basada en la definición de qué es «lo posible»; incorporamos a la teoría política el rol de los universos simbólicos e imaginarios colectivos. Todo ello con el fin de indagar en la «lógica» de una política democrática. Paulatinamente, tan sólo revisando la realidad de nuestros países, se fue configurando una nueva perspectiva que tomaba distancia de la tradición marxista a la vez que se oponía al economicismo neoliberal. Luego, el retorno a la democracia en Argentina, Brasil, Perú, interrumpió ese tipo de reflexión teórica y exigió el estudio de problemas concretos. No deja de ser paradójico que la transición a la democracia, basada en la deliberación ciudadana, termine por inhibir la discusión intelectual.
Volvamos al régimen militar. ¿De qué manera tu producción intelectual se hace cargo de la dictadura?
N.L. En los primeros años post-golpe intento tematizar la dictadura de Pinochet a partir de mi línea de trabajo anterior. Reúno tres artículos en torno a La crisis del Estado en América Latina y preparo una antología con cierto éxito editorial, Estado y política en América Latina (Ed. Siglo XXI, 5a edición 1985). Sin embargo, estoy cada vez menos satisfecho con un enfoque estructural de la vida social. ¿Cómo dar cuenta de las experiencias subjetivas de la gente? Mi propia contribución a la antología ya explora nuevos campos (antropología política) buscando una nueva mirada sobre el Estado.
Una segunda fase corresponde a los años ochenta. Recién entonces elaboro una producción autónoma y original que se manifiesta en dos obras. La primera, publicada en 1984 por Flacso, La conflictiva y nunca acabada construcción del orden deseado, introduce una reflexión sobre la cuestión del orden. A pesar de haber sido un tema crucial tanto para la deslegitimación de Allende como para la legitimación fáctica de Pinochet, no fue asumido como un tema político hasta entonces. Haber planteado la construcción del orden y el sentido de orden como desafíos centrales del quehacer político ha sido, a mi juicio, una contribución significativa al pensamiento político. Contribuyó a romper con la idea de revolución como eje temático de la izquierda y obligó a enfrentar la transición a la democracia como una demanda de orden. Creo que tuvo un mérito adicional. En una época muy dada a una visión consensual de la democracia, yo postulo desde el mismo título del libro que la democracia sería una construcción conflictiva y una construcción necesariamente inacabada.
Una segunda colección de artículos (publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1990) aparece bajo el título Los patios interiores de la democracia. Subjetividad y política. Aquellos textos hacen hincapié en un tema que me sigue obsesionando hasta hoy en día: la dimensión subjetiva de la política. Como dije, ya me había enfrentado al tema anteriormente, pero sólo en los años ochenta se vuelve el motivo explícito de mi indagación. El hecho me hace pensar que, en general, soy muy lento para madurar una idea. Pero luego parece que soy perseverante. Mi último libro –Las sombras del mañana, publicado por LOM en 2002– vuelve sobre las experiencias subjetivas de la gente como tema central de la política.
A mediados de los ochenta publicas un artículo con un título muy llamativo: De la revolución a la democracia. Parece un escrito programático que culmina no sólo un giro biográfico tuyo, sino una inflexión en el debate intelectual.
N.L. En una primera lectura el título postula una reorientación político-estratégica de la izquierda chilena. Pero mi argumentación de fondo apunta a una reorientación intelectual, incluyendo otra concepción de la investigación social. A la revolución como un proceso que se guía por «la causa» como un principio externo, opongo la democracia como la forma en que las experiencias subjetivas de la ciudadanía pueden traducirse en agenda pública. El texto refleja mi insatisfacción con los análisis habituales de la dictadura por su incapacidad de dar cuenta de la vida cotidiana de quienes la vivíamos día a día. Es una crítica a un enfoque que silencia el miedo a la violación sistemática de la intimidad; la violencia concreta de quedar cesante; las restricciones (más mentales que físicas) del Estado de sitio, etc. En suma, me opongo a una mirada sobre la realidad que no incluya los temores nocturnos y no hable de los sueños de un país diferente. De hecho, el artículo resume mi principal aprendizaje: no debemos escindir experiencia subjetiva y reflexión intelectual. La vivencia de la gente (incluyendo la del investigador) tiene que formar parte de la mirada con que evaluamos la realidad social.
Tú reivindicas el nexo entre la indagación intelectual y su entorno cotidiano. Te darás cuenta, sin embargo, de que dicha escritura tiende a ser una crónica. ¿Cómo establecer la distancia adecuada de modo que la reflexión se pueda hacer cargo de la experiencia subjetiva, sin limitarse a su mera descripción?
N.L. No sabría responder en términos generales. Te reitero mi punto de partida: ¿cómo hablar de Pinochet sin tener presente las experiencias diarias de miedo y de mentira? El análisis político debe abarcar asimismo la cultura de la época por cuanto no sólo moldea la convivencia práctica con el otro, sino también la imagen que nos hacemos del mundo que nos rodea y de la historia en que estamos insertos. Cada vez estoy más convencido de la relevancia que tienen los imaginarios colectivos porque ellos fijan los criterios con los cuales miramos e interpretamos la realidad. ¿Por qué extraños caminos llegamos a dar nombre y dar sentido a nuestras experiencias? En definitiva, los imaginarios son tan reales como lo son las políticas públicas y las preferencias de los consumidores.
En aquellos años levantas otros dos temas bastante ajenos a los estudios de tus colegas: la busca de comunidad y la demanda de certidumbre. Se trata de una aproximación poco convencional a la «sociedad de mercado» que se estaba instalando en Chile. Y representa una toma de posición explícita en contra de las posiciones conocidas bajo el rótulo de «posmodernidad».
N.L. Trato de defender el proyecto de la modernidad de cara a la ingenuidad de la «mirada posmoderna». Ello implica asumir dos procesos básicos de la modernidad –la creciente individualización y una mayor secularización. Las grandes identidades colectivas del pasado se diluyen y ya no podemos fundar el orden social en algún principio trascendente. Pero atención: estos procesos de transformación no eliminan ciertas constantes de la convivencia social. Por un lado, la mayor autonomía individual no hace desaparecer la necesidad de vínculo social. El individuo se constituye en sociedad. Por el otro, podrás asumir la incertidumbre como principio posmoderno de tu existencia individual. En cambio, la existencia del orden colectivo supone ciertas certezas. El Nosotros requiere duración y, por ende, alguna certidumbre.
En 1973 perdí la inocencia de creer que los cambios sociales por sí solos resolverían automáticamente los problemas del pasado. No, vivir juntos en sociedad conlleva desafíos que –bajo formas y fórmulas cambiantes– se plantean una y otra vez sin tener una «solución» de una vez y para siempre. Las demandas de comunidad y de certidumbre ilustran algunas continuidades en la convivencia social. Y precisamente por ser demandas actuales ya no admiten las respuestas del pasado.
Tus escritos son bastante conocidos en América Latina. Parece que viajabas mucho. En cambio, no tienes discípulos propiamente tales.
N.L. En esos años, asistía a dos o tres seminarios al año y las ponencias resumían mi producción. La resonancia latinoamericana tiene que ver con el hecho de que estábamos obligados a publicar los artículos en revistas extranjeras. Para el consumo nacional ellos circulaban como documentos mimeografiados. En realidad, me sorprende el interés. No escribo mucho, no doy clases y tampoco circulo mucho por los eventos académicos. Buscando explicarme cierta influencia, la atribuyo al hecho de que mi tipo de análisis provocaba resonancia con algunas experiencias concretas de los lectores. Esta suerte de anclaje en la vida cotidiana confirmaría la sensación de que determinado análisis tiene que ver con el mundo que se está viviendo.
Volviendo a la cronología, viviste otro punto de inflexión en 1988. Pasaste de la investigación a la gestión al ser elegido sucesor de José Joaquín Brunner en la dirección de Flacso. No debe haber sido un paso fácil.
N.L. Brunner tiene el gran mérito de haber logrado combinar el respeto por la diversidad de intereses de los investigadores con una imagen integrada de la institución. Yo traté de continuar esa política en un nuevo contexto: el período de transición que se pone en marcha con el plebiscito del 88 y el gobierno democrático en marzo de 1990. Me tocó un reordenamiento total del escenario con algunas repercusiones directas para el desarrollo institucional. Algunos colegas pasan a cargos de gobierno y varias fundaciones anuncian su retiro de Chile al mismo tiempo que el gobierno democrático se muestra reacio a apoyar a los centros académicos independientes y prefiere «normalizar» las ciencias sociales en el ámbito de las universidades. El resultado está a la vista: el Estado se desentiende de una institucionalidad viva y dinámica, mientras que las universidades fracasan en constituir equipos y líneas de investigación estables con sólido apoyo financiero e institucional. A mi manera de ver, la decisión gubernamental representa un craso error que pone fin a una de las etapas más creativas de las ciencias sociales chilenas.
Después de seis años en la dirección, parece que no te fuiste muy contento. ¿Son incompatibles las exigencias de la gestión y de la reflexión académica?
N.L. Obtuve algunos logros visibles como el retorno del Estado chileno al acuerdo internacional de Flacso. Sin embargo, había tendencias anónimas que escapaban a mis posibilidades de conducción. Te menciono algunas. En parte, me sentí frustrado por la despreocupación del Estado democrático por el desarrollo de las ciencias sociales. Las autoridades reconocían la deuda que tenía la democracia con los centros académicos, pero terminaron optando por el mercado como principio regulador. Ello fomenta una de las mayores distorsiones de la producción de conocimiento: la consultoría privada. Por otra parte, me angustió la pérdida del animus societatis. La preeminencia de estrategias individuales socava al trabajo intelectual en tanto desafío colectivo. No es casual, creo yo, que el retorno de la democracia coincida con el desvanecimiento de un espíritu de equipo. Y por defender cierta idea del aporte intelectual al desarrollo del país, fracasé en llevar cabo las reformas necesarias para adecuar la institución al nuevo contexto.
Pues bien, frente a la adversidad traté de ser fiel a una sentencia de Italo Calvino: «No hacerse nunca demasiadas ilusiones y no dejar de creer que cualquier cosa que hagas pueda ser útil».
En 1994 terminaste un largo ciclo de veinte años en Flacso-Chile y te incorporaste a la Sede México. ¿Había alguna razón en especial para salir de Chile y radicarte en México?
N.L. Confluyen varios factores. Por un lado, quería volver a la investigación en un ambiente tranquilo y estimulante a la vez. Por el otro, estábamos algo cansados de Chile. Parecía el momento oportuno de pasar una temporada fuera y la vida cultural de México nos pareció la más atractiva. De hecho, los directores de la sede mexicana, José Luis Barros y Germán Pérez, me ofrecieron condiciones óptimas para estudiar y publicar. Mi estadía mexicana fue corta –tres años– pero productiva y gratificante.
Volver a la investigación en el contexto mexicano debe haber influido sobre tus temas.
N.L. Nunca tuve la idea descabellada de estudiar la política mexicana. Además, uno viaja con sus fantasmas y sueños. Cambiar de país sirve para revisar los argumentos en gestación, para socavar rutinas y para poner una oreja más atenta a los fenómenos que te rodean. En México comienzo a reflexionar una intuición previa –la política ya no es lo que fue. Creo haber introducido al debate un tema innovador: la erosión de los mapas mentales con los cuales pensamos y hacemos política. No obstante, la indagación queda inconclusa. Sigue pendiente un estudio mayor de las transformaciones que caracterizan la política actual en sus múltiples dimensiones.
A pesar de los atractivos de México regresas a Chile a mediados de 1997. Inicias entonces un nuevo ciclo. Pero es algo sorpresivo que tu trayectoria de investigador te conduzca a un organismo internacional como el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD.
N.L. En realidad, no es tanto el cambio, porque soy un funcionario local, dedicado exclusivamente a la investigación. Somos un equipo pequeño en el que nos distribuimos las tareas según las habilidades de cada cual. Acá tienes un factor decisivo en la producción intelectual: la existencia de un grupo bien integrado. Cuando no hay un buen ambiente la creatividad se seca. Por lo demás, sigo con mi vieja pelea por encontrar nombre (o sea, significaciones) a ciertas constelaciones de la realidad social; constelaciones que aparecen como una especie de vapores que flotan sin forma por entre todos los rincones de la vida social y que, al mismo tiempo, se manifiestan como un material extremadamente duro a la hora de moldear nuestra vida diaria.
Tú contribuyes a la preparación de los informes chilenos sobre desarrollo humano que no sólo han tenido una notable resonancia en el debate público, sino que encontraron asimismo un importante reconocimiento internacional. En el último tiempo parece haber resucitado cierto interés por estudios críticos sobre la sociedad chilena, comenzando por el libro de Tomás Moulián Chile Actual. Anatomía de un mito. ¿Cuál sería en tu opinión el aporte novedoso de estos informes que explicaría su impacto?
N.L. Los hilos que se hilvanan entre autor y lector suelen ser misteriosos. Y muy diversos factores inciden en el eco relativo de los informes del PNUD. Uno es el carácter fragmentario y esporádico que muestra la discusión pública cuando es pautada por la televisión. Es más, predomina una tendencia general a una mayor volatilidad en las relaciones sociales y a un desvanecimiento de los mapas mentales con que nos movíamos habitualmente. Como resultado de ello el discurso público tiende a reducirse a denuncias nostálgicas del neoliberalismo y la globalización o, por el contrario, se contenta con apologías ingenuas del progreso irreversible que impulsa la sociedad de mercado. En ambos casos, creo yo, quedamos huérfanos de esquemas interpretativos que nos ayuden a dar inteligibilidad al mundo que nos rodea. Se agotaron las propuestas de las décadas pasadas: la introducción del pensamiento neoliberal en los años setenta, los esfuerzos de la llamada renovación socialista y la reformulación del ideario democrático en los ochenta. Después las energías parecen haberse gastado en la gestión de lo establecido.
El déficit reflexivo refleja tanto la falta de investigación social como las dificultades de un sistema político que tampoco ha sabido elaborar «ofertas de sentido». Carecemos de un «cuento de Chile» que permita a la gente interpretar los cambios ocurridos. Por consiguiente, resulta difícil que los chilenos puedan apropiarse de las enormes transformaciones como algo propio, algo producido por ellos y que «tiene sentido». No digo nada nuevo. Por el contrario, en medio de una modernidad que se ha vuelto líquida, al decir de Zygmunt Bauman, existe una demanda creciente por «mapas de navegación». Es en este contexto, a mi juicio, que los informes de desarrollo humano se vuelven insumos útiles.
Estás proponiendo una inversión sugerente de nuestro tema. En lugar de las condiciones sociales de la producción intelectual, destacas la producción de claves que permitan interpretar la realidad social. Si te entiendo bien, se trataría de analizar la recepción que encuentra determinado discurso en la opinión pública.
N.L. Nos hemos interrogado poco acerca de la circulación y el consumo del trabajo intelectual. ¿Qué se lee y cómo se lee? ¿A qué temas se presta atención y cuáles se pasan por alto? ¿En qué medida la apropiación de nuevas ideas se combina y metaboliza con el conocimiento previo?
Parece sensato suponer que la resonancia de los informes de desarrollo humano tiene que ver no sólo con la capacidad de nombrar ciertas preguntas tácitas de la sociedad chilena, sino también con las respuestas que le dan. ¿Cuál sería la perspectiva general que proponen los distintos informes?
N.L. El enfoque del desarrollo humano tiene el mérito de presentar una mirada que comulga con los sentimientos básicos de la gente: el deseo de ser sujeto activo de su vida. En un momento en que el avance de los sistemas funcionales toma la apariencia de un proceso automático que funciona a espaldas de las personas, se vuelve a plantear el fundamento de la modernidad: la autonomía individual. Pero ya no basta la promesa inicial que aseguraba al individuo la libertad de poder elegir su destino; nadie la pone en duda. El problema son los obstáculos materiales y mentales que impiden a tantas personas ejercer efectivamente esa autonomía. La retórica actual sobre el individuo emprendedor no suele considerar el lado oscuro; muchos chilenos se sienten frustrados e impotentes en su anhelo de realizar sus aspiraciones. A mi entender, no basta con apostar a una política de «igualdad de oportunidades» porque es un enfoque centrado en soluciones individuales. La libertad del individuo, empero, se juega en las condiciones de posibilidad que ofrece la sociedad. De ahí que la noción de «sociedad de individuos» sea la clave del desarrollo humano.
En relación con la producción sociológica en Chile de los últimos años, resultan novedosos los temas tratados por los informes del PNUD. Hay un esfuerzo notable por recuperar dimensiones del desarrollo que habían quedado relegadas a un plano secundario. Respaldados por material empírico, ustedes nos recuerdan la centralidad que tiene la subjetividad social de las personas, sus miedos y sus dificultades de imaginar el país deseado, el deterioro de las formas tradicionales de identidad colectiva y la relevancia de una imagen del Nosotros. ¿Esta coherencia temática la intuían de antemano o es un resultado no intencional?
N.L. La preocupación por la subjetividad y sociabilidad de los chilenos o por las condiciones culturales de su convivencia se inscribe lógicamente en la perspectiva general de los informes en torno a las capacidades de las personas de ser sujeto. Pero no se trata de la aplicación mecánica de una receta. Al mismo tiempo, cada informe comienza con una larga y cuidadosa discusión del equipo acerca de los fenómenos específicos que debieran ser tratados. Cada estudio descansa pues sobre una combinación de elementos normativos y analíticos. Esa combinación caracteriza todo trabajo intelectual, creo yo.
Otra característica de los informes de desarrollo humano reside en su intención práctica. Quieren ofrecer insumos para el diseño de las políticas públicas. Ello genera tensiones. Los informes se acercan a una suerte de consultoría técnica que podría ser contradictoria con la reflexión teórica que los anima. ¿Ustedes también perciben esa tensión?
N.L. Veo una tensión fructífera. Por un lado, somete el análisis a las exigencias y restricciones de la vida real, evitando caer en elucubraciones vacuas. Entiendo la investigación como un servicio de utilidad pública. Por el otro lado, la elaboración de instrumentos prácticos para las políticas públicas (por ejemplo, el mapa nacional de asociatividad o el registro nacional de dinámicas culturales) está sujeta a una indagación acerca de los objetivos de la intervención estatal. De poco nos sirve la medición empírica de un fenómeno si no tenemos claro a qué desafíos nos queremos enfrentar. En suma, lo específico de los informes consiste precisamente en describir un campo de relevancia socio-política junto con ofrecer algunos instrumentos que permitan abordar sus problemas.
Hay un aspecto adicional que quiero destacar. Un destinatario de los informes es el Gobierno, con el fin de mejorar las políticas públicas. Pero hay otro destinatario no menos importante: la ciudadanía. El éxito más notorio de los informes radica en su contribución al debate público. Pienso que ellos aportaron insumos significativos para que los chilenos podamos conversar sobre nuestro modo de vida, sobre la seguridad ciudadana o sobre el proyecto de país que queremos construir. Son estas conversaciones cotidianas las que van conformando el espacio público.
Cuadernos del Cendes, Caracas. ISSN 1012-2508 versión impresa, 2004
* Socióloga, colaboradora científica de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), Sede Santiago de Chile, viuda de Norbert Lechner.** Colaborador científico de Flacso, Chile.
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