El miedo a la muerte, Heidegger, el misticismo, la Alemania del 68 y la irrelevancia filosófica de la neurofisiología. Entrevista |
Ernst Tugendhat · · · · · |
13/07/08 |
"Yo creo que Heidegger tenía algo constitutivamente mendaz. En lo humano y en lo político, desde luego, pero también en lo filosófico. (…) desarrolló un concepto de verdad, el concepto de 'inocultamiento' [Unverborgenheit], un concepto con el que no se corresponde ya esencialmente su opuesto de la falsedad. Es relativamente complicado en su caso. Porque siempre se abría posibilidades para salir del paso con artimañas verbales. Pero, en lo fundamental, se puede decir que perdió toda dimensión crítica." Ulrike Herrmann entrevista al más grande representante vivo de la filosofía continental europea a propósito de su último libro Anthropologie statt Metaphysik (Munich, Beck, 2007), que acaba de ser traducido y publicado en castellano [Antropología en vez de metafísica, Barcelona, Gedisa, 2008] Profesor Tugendhat, en la filosofía que viene defendiendo en los últimos años tematiza usted el miedo a la muerte. ¿Cuándo experimentó usted ese miedo por vez primera? El primer trabajo sobre la muerte lo escribí ya con 64 años. Me hallaba entonces en Chile, solo, y tuve la sensación de que lo único que me aguardaba era la muerte. Pero tal vez estaba de todas formas abierto al tema de la muerte porque empecé como discípulo de Heidegger, para quien la muerte desempeña también un papel importante. Cuando me viene a la mente que me queda ya poco tiempo de vida, me aterrorizo. No porque quiera seguir viviendo sí o sí, sino porque encuentro que me he desperdiciado y que, propiamente, debería haber vivido de muy otra manera. ¿Y cómo? Eso no lo sé. Me embarga sólo la preocupación de haberme podido perder lo principal. De todas formas, ese sentimiento ha ido quedando entretanto orillado gracias a la mística. ¿Pero cómo puede ayudar la mística? Ayuda a entender que, a fin de cuentas, uno no es tan importante. Eso tiene que ver con el asombro ante lo que Heidegger llamaba el Ser o, según decía Wittgenstein, con el hecho de que exista el mundo. Si uno mismo no es importante, ¿de dónde viene la motivación para vivir? ¿No resulta paralizante creer que todo es importante menos uno mismo? No, yo soy igualmente importante, pero sólo igualmente. Por lo demás, tengo ambiciones filosóficas y me alegro de tener éxito en mis cosas, pero, propiamente hablando, desprecio eso; trato de tomarme menos en serio, pero, de hecho, lo que experimento es que me tomo muy en serio. ¿Y no sería eso un motivo para reconsiderar su teoría de que hay que relativizarse? No. Mística y egocentricidad no son alternativas excluyentes. Yo creo que ningún humano puede dejar nunca, tampoco como místico, de tomarse en serio. Cuando hace mística, está interesado en el hecho de que él hace mística. Se da ese hiato entre tomarse uno exageradamente en serio y serenarse y relativizarse. Cuando se dice: no soy importante, lo que se dice es también: no soy importante para otros. ¿Puede entonces darse aún el amor? Forma, naturalmente, parte del amor el darse a entender mutuamente que se considera importante al otro. Solo que yo creo que hay una autonomización de ese momento. A mí me parece, sin embargo, que la superación del miedo a la muerte se ha conseguido en su caso con una extinción de las pasiones. Sí. Me parece un alto precio. Mire usted, esas dos contraposiciones son sólo contraposiciones dentro de un campo de tensiones. Pongamos el caso de la vanidad. A todos nos parece ridícula la vanidad, porque es una exageración de la propia importancia. ¿Es usted vanidoso? Todos somos egocéntricos. Pero algunos lo son más reflexivamente que otros. Y los vanidosos son particularmente irreflexivos. ¿Hay que alegrarse de los propios éxitos? Buena pregunta. Yo diría que sí, si no se exagera. ¿Qué éxito le ha alegrado a usted más? Cuando fui profesor ordinario en Heidelberg. Ahí respiré tranquilo. En los años anteriores, tantos años de asistente en Tübingen, no creía en mí mismo. Leía anuncios en los periódicos, pero nunca encontré nada para lo que me sintiera capaz. No tenía la menor confianza en mí como filósofo. Tenía un complejo de inferioridad, lo que les ocurre a muchas personas que, por otro lado, tienden a la soberbia. ¿Era usted soberbio? En el fondo, siempre tuve una idea elevada de mí mismo. Paulatinamente, mi autoconsciencia se ha ido afirmando, pero sigo siendo dependiente de las reacciones despertadas por mis trabajos en una medida que encuentro exagerada. Eso me deprime. Aunque mis trabajos en Alemania siempre son bien recibidos, pero en los países anglosajones, no. ¿Por qué esa diferencia? Aquí hay mucha charlatanería en la universidad, mientras que en Inglaterra y en los EEUU se discute de forma muy distinta. Sobre todo conmigo, porque mi estilo intelectual es más bien anglosajón. Muchos colegas alemanes lo tienen más fácil en Norteamérica, porque allí se piensa, ¡ah!, este es un alemán de hondos significados, tan profundo que no se puede entender. ¿Sólo en Inglaterra y en EEUU se hace hoy buena filosofía? No. Yo creo que en Alemania hay más consciencia de lo que son las grandes preguntas. En cambio, hay menos consciencia metodológica y muy poca disciplina en el debate. Tras una conferencia, mucha gente se levanta y comenta cosas, sin interpelar al conferenciante. Los alemanes tienden a hacer ponencias en común. ¿Cómo es su relación con el colega Jürgen Habermas? Se conocen ustedes desde hace mucho. Esa es una pregunta demasiado complicada. ¿Puedo plantearla de nuevo, atendiendo a contenidos? También Habermas descubre ahora la religión. Pero de muy otra manera. Él carece de necesidades religiosas, lo dice él mismo. Y lo que le interesa de la religión, no lo sé exactamente. En todo caso, no lo que me interesa a mí. Yo tengo, de todas todas, necesidad de fe. A él le interesan los componentes morales en la tradición religiosa, no la religión como tal. Su último libro resulta paradójico. Con el acento tan fuerte en la muerte, se diría una despedida; pero también parece un nuevo comienzo. ¿Por qué tiene usted la impresión de un nuevo comienzo? Porque usted trata de aclarar de nuevo: qué es la filosofía, cuál es su método, si hay una pregunta global que pueda superar a las distintas disciplinas filosóficas… Yo digo en el Prólogo que me parece muy insuficiente lo que he dicho hasta ahora sobre determinados temas. En mi anterior libro anuncié ya que era mi último libro. Pero luego he escrito aún estos ensayos que aparecieron en marzo. Pero ahora, creo, sí que se trata del último libro. ¿Porque está usted en paz consigo mismo? No, pero mire: en verano me voy para Brasil. Tengo la sensación de que para mí el tiempo de filosofar se acabó. ¿Se lleva su máquina de escribir? Sólo puedo pensar cuando me siento ante la máquina de escribir. Tengo al lado pequeñas cuartillas –de formato DIN-A5— cuando trabajo para mí. A la derecha el número correspondiente, a la izquierda, la fecha. Las ordeno cronológicamente. Se acumulan así cerca de dos mil páginas de manuscritos. ¿Cómo localiza luego sus pensamientos? A veces, resulta difícil. Pero antes de irme de Chile en 1999 tiré todo y guardé lo que aún tenía valor. No tengo apego a las cosas. ¿Tampoco a las propias ideas? Cuando un trabajo está escrito, los apuntes pueden tirarse. Pero es poco considerado para un posible biógrafo. Poco antes de la muerte, hay que tirarlo todo. Yo no quiero que nadie caiga en la tentación de publicar nada. Ahora se han publicado incluso las cartas de Heidegger a su mujer; no creo que le hiciera maldita gracia. No puedo entender por qué la gente supone que cuando alguien ha muerto ya no se le debe el menor respeto y puede airearse su vida íntima. Con todo y con eso, una pista para un posible biógrafo: ¿en qué ha ocupado usted su tiempo libre? Se dice de Ludwig Wittgenstein que leía sobre todo novela negra. La mayor parte de mi vida no he hecho otra cosa que leer filosofía. Tal vez también escuchar un poco de música y verme con personas. Yo he sido un workaholic, creo. ¿Tuvo en eso modelos? Tal vez mis padres. Mi padre era un hombre muy tranquilo, muy estricto e irradiaba una gran autoridad. Durante 25 años se ha ocupado usted sobre todo de la ética, y ahora, en la vejez, gira de repente hacia la antropología. ¿Cómo se produjo el cambio? En un trabajo de 1999 di con un determinado problema en Heidegger, con su concepto de "hombre". Traté allí de mostrar que Heidegger tenía una falsa antropología y que no podía siquiera aclarar sus propios conceptos. Pasó de forma relativamente casual, pero empecé a construir a partir de allí. ¿Podría describirse toda su vida filosófica diciendo que es una superación de Heidegger? Sí. Leí Ser y tiempo con quince años. Por aquella época solía estudiar con mi madre textos filosóficos. Pero más por cariño hacia ella. Para ella era terriblemente importante hacer cosas conmigo. Así que pude, en 1949, fui a Alemania e hice todos mis estudios en Friburgo. Heidegger tenía fama de ser muy intratable. Mire usted, él, como persona, nunca fue, en el fondo, muy importante para mí. Cuando fue rehabilitado, en mi tercer o cuarto semestre allí, hice los tres ejercicios que él había prescrito. Lo visité entonces de vez en cuando, y salíamos a pasear juntos. Yo experimentaba un miedo cerval, me sentía sin la menor preparación. Y él me escribió una tarjeta para decirme cuándo podía ir a visitarle, con el siguiente añadido: "No se precisa preparación". ¿Y luego? Cuando yo ya me había ido de Friburgo tuvimos una vez una buena conversación; cuando yo empezaba, en el marco de mi trabajo de habilitación, a criticar su concepto de verdad. Vino luego un breve período en el que él, probablemente, estaba embelesado conmigo. Pero la relación personal no tuvo para mí la menor importancia. El nazismo de Heidegger carecía para mí entonces de toda importancia, lo que era equivocado. Era ingenuo. Luego me lo he reprochado mucho. ¿Porque por su causa regresó usted demasiado pronto al país de los autores de los hechos? Fue un paso muy cuestionable. Yo vine con un gesto de reconciliación, que ahora me resulta escandaloso teniendo en cuenta las víctimas. Porque no sufría bajo la dominación nazi. Tampoco viví la emigración como una pérdida. Para mí, un niño de once años, el viaje en barco a Venezuela fue una aventura. Pero, aun como niño, tuvo usted que abandonar una de las casas más célebres de la historia del arte moderno: la Villa Tugendhat, construida en Brünn para sus padres por el arquitecto de la Bauhaus Mies van der Rohe. La casa no ha jugado en toda mi vida el menor papel, si acaso, un papel negativo. Me es completamente igual el lugar en el que viva. Tal vez se trate de una reacción al hecho de que esa villa fuera tan apreciada en nuestra familia. ¿Por qué cayó tan tarde en la cuenta de que había sido un error volver tan pronto a Alemania? Yo crecía en un círculo de emigrantes judíos que eran discípulos de Heidegger y que hacían como si pudiera separarse la obra de la persona. El haber regresado en tan temprano momento como judío a Alemania, en algún momento terminó por pasarme factura. ¿Sólo cómo reflexión interior? ¿Nadie le hizo algún reproche? No, un reproche no. Pero se asombraban. ¿Su familia? Claro, ya entonces. Pero yo tenía una amiga en Berlín, y estábamos sentados en el café Einstein. A mediados de los 80. Estaba allí una inglesa, y me preguntó por qué caramba había vuelto yo a Alemania, y me di cuenta entonces de que ahora, con la distancia del tiempo, no puedo dar una buena respuesta. Ese fue uno de los motivos por los que en 1992 dejé Alemania y me fui a Sudamérica. ¿Se puede corregir una decisión casi cincuenta años después? Fue irracional. Probablemente, irme fuera fue una agresión contra mí mismo. Subitáneamente me asaltó ese odio a Alemania, y quise desandar lo andado. En 1999 volvió usted por segunda vez a Alemania. ¿Cómo se encuentra ahora aquí? ¿Normal? Vine a Tubinga sólo por las bibliotecas, que echaré de menos ahora que vuelvo a Sudamérica. En 1968 era usted decano en Heidelberg. ¿Cómo vivió la experiencia alemana entonces? El movimiento estudiantil me llevó a reconciliarme con Alemania. En los primeros años, no había dejado de sentirme un extranjero. Pero me identifiqué completamente con las protestas estudiantiles. Estaba aterrorizado por la reacción del grueso de mis colegas. No querían que se les sacara de la tranquilidad de su rutina. Con todo, fue una experiencia asombrosa para mí. ¡Se me trató como a una persona normal! Nosotros, los profesores, nos limitábamos a discutir. Mis colegas no se comportaban ni como antisemitas ni como filosemitas. Todavía hoy me resulta incomprensible. Eran todos gentes que habían vivido el período nazi. ¿Qué pasó luego? Personalmente, no he experimentado el antisemitismo. Pero esto no es una afirmación objetiva, porque podría ser casualidad. Más bien experimento filosemitismo, cuando, por ejemplo, algunos alemanes me dicen que no podrían hacer las mismas críticas que yo hago a Israel al sostener que el sionismo es nacionalista. Muchos alemanes no se atreverían a eso. Volvamos a Heidegger: ¿cómo lo ve ahora? La editorial C.H.Beck me ha propuesto escribir un libro sobre Ser y tiempo. Pero eso sería hacerle demasiado honor. No sólo el modo en que se comportó en la época nazi, sino también cómo se manifestó después de 1945: horrible. Yo creo que él tenía algo constitutivamente mendaz. En lo humano y en lo político, desde luego, pero también en lo filosófico. Siempre se cita una afirmación suya, según la cual el problema con Heidegger es que ya no hay un concepto para la no-verdad, para la falsedad. Él desarrolló un concepto de verdad, el concepto de "inocultamiento" [Unverborgenheit], un concepto con el que no se corresponde ya esencialmente su opuesto de la falsedad. Es relativamente complicado en su caso. Porque siempre se abría posibilidades para salir del paso con artimañas verbales. Pero, en lo fundamental, se puede decir que perdió toda dimensión crítica. A pesar de todo, al final, usted ha estado toda su vida fascinado con su obra. Toda mi vida, no. El punto de inflexión se produjo cuando, poco después de mi habilitación sobre Husserl y Heidegger en 1965, recibí una invitación para ir a Ann Arbor, en Michigan; tenía yo entonces 35 años. Y allí vi que con la filosofía analítica se podían aclarar más fácilmente cosas para las que Husserl había excogitado invenciones como la "intuición categorial". Eso fue para mí una gran revolución metodológica. Me mantuve en las preguntas de Heidegger, pero dejé ya la fascinación. Heidegger ha intentado aplicar sus conceptos metafísicos a Aristóteles. En cambio, yo quería mostrar que Aristóteles se gobernaba ya por una filosofía analítico-lingüística. Pero el que todavía en 1999 usted girara hacia la antropología en un acto de distanciamiento de Heidegger muestra hasta qué punto seguía usted llevando su impronta. Soy consciente de eso. Recientemente, en una clase que impartía aquí en Tubinga traté de contestar pormenorizadamente a la pregunta: ¿Qué se mantiene de Heidegger? Y una y otra vez, tuve que decir a la gente que nada se tiene en pie. Por eso no puedo escribir un libro sobre Ser y tiempo. ¿Porque sería demasiado destructivo? Sí. Cuando se escribe un comentario sobre un libro, hay que partir de una estimación positiva. No se puede escribir entonces, como usted ha hecho en su último libro, que, a fin de cuentas, Heidegger sólo podría ofrecer el "Om" de los místicos hindúes. Por cierto que se le reprocha a usted que, en sus críticas, es demasiado polémico. Me resulta mucho más fácil criticar que alabar. Jürgen Habermas me dijo una vez: "Tú no te limitas a criticar, tu entras a matar". Muchos de sus estudiantes y asistentes hablan de un "Trauma Tugendhat". Es legendaria su frase: "¡Eso no se entiende!", cuando alguien presentaba algún trabajo. Era simplemente así, no lo hacía con un propósito estratégico. Eso es lo que lo hacía mortal. Tal vez lo heredé de mi madre. También era ingenua como yo. Usted ha tenido muchos alumnos que ahora son profesores. ¿Tiene usted la sensación de haber dejado escuela? No. Siempre vi mi función como profesor la de procurar claridad frente a las germánicas honduras de sentido. Y yo creo que, si algo he logrado, ha sido más bien desarrollar esa consciencia metodológica. Pero apenas hay gente que trabaje en los mismos contenidos que yo. ¿Le habría gustado fundar una escuela? No, eso estaba completamente fuera de mis propósitos. ¿Acaso porque rechaza las certezas? ¡¿Yo rechazo las certezas?! Usted llama a eso "Retractaciones". En sus nuevos trabajos nunca deja usted de corregir los puntos de vista de sus viejas publicaciones. Sí, en filosofía moral me ha pasado con frecuencia. No salgo del pantano. Al lector le da la impresión como si tuviera usted que publicar primero para luego seguir pensando y poder rechazar lo antes dicho. ¡No! No es así como discurre la reflexión. Sólo a veces he publicado cosas de las que sabía de antemano que no terminaban de estar bien, en la idea de que no importaba porque otros se romperían los dientes para corregirlas. ¿Una especie de división del trabajo? Pero luego, en la práctica, no lo hace nadie. No tengo la sensación de que muchas de mis ideas hayan sido recogidas por otros. ¿Tiene usted la impresión de estar tal vez trabajando en un tema equivocado? No, propiamente no. De algunos temas pienso que son importantes, y de otros lo que creo es que, dada mi constitución, lo único que puedo hacer es decir algo sobre ellos. ¿Cómo es su constitución? Yo soy en cierto modo un hombre muy miope. No soy alguien que tenga una amplia mirada sobre los contextos sociales. Lo único que puedo hacer es seguir trabajando en mis problemillas. En cambio, tengo la ventaja, que no tienen los otros, de trabajar con precisión. Sobre cuestiones sociales relevantes no tengo propiamente nada que decir, porque todo se me hace enseguida demasiado complejo. Yo sólo hablo de cosas que están en la autocomprensión individual de todos. Me ha hecho sufrir mucho eso de no ser capaz de trabajar empíricamente. Me fui de la Universidad de Heidelberg para aprender a hacerlo. ¿Qué es para usted trabajar empíricamente? ¿Acaso quería hacer sociología? Sociología e historia. Pero todo era una idea sin sentido. Tuve entonces la fortuna de que Habermas me invitara a ir al Instituto de Stamberg. Si hubiera trabajado realmente sin red unos años, me habría ido mal. Pero yo quería aprender a trabajar empíricamente. Ya he abandonado esa pretensión. Ahora hago cosas que sé que puedo hacer, y dejo simplemente caer las que no. Pero se manifestó usted, por ejemplo, a propósito de la primera Guerra del Golfo. Siempre sobre cuestiones que se podían delimitar de manera relativamente fácil. También di en su día conferencias sobre el peligro de guerra atómica. Pero la primera que di, no fue sin temores y temblores. Hasta sus enemigos concedían entonces que si no estaba usted siempre en el lado correcto, ofrecía siempre en cambio los mejores argumentos. Sin embargo, en esa época –los años ochenta— me extravié. En Berlín no di más que dos o tres clases magistrales filosóficamente buenas, no muchas más. ¿Qué función, si alguna, sigue cumpliendo la filosofía? ¿La han vuelto superflua la etología, la investigación del cerebro y la biología evolucionaria? Yo soy muy escéptico al respecto. En lo tocante a la etología, me parece que se buscan analogías demasiado apresuradas entre (pongamos por caso, la moral humana y el altruismo animal). Eso ya lo hizo, por ejemplo, Konrad Lorenz. En lo que hace a la investigación del cerebro, a mí me parece bastante loco lo que está pasando. ¿Por qué? Lo único que puede constatarse es en qué ámbitos del cerebro discurren según qué tipos de procesos. Pero entonces vienen esos profesores de fisiología del cerebro y sueltan teorías sobre la inexistencia de la libertad humana, teorías cuyo único basamento es la afirmación de que ellos mismos son científicos y creen en el determinismo. No se molestan siquiera en hacerse con la literatura filosófica de las últimas décadas, que ha intentado ver el determinismo y el libre albedrío como cosas no opuestas. Me parece todo una especulación insostenible. Pero la investigación del cerebro no ha hecho sino empezar. En cien años puede que la fisiología del cerebro resulte interesante para la filosofía, pero hasta ahora no lo es. Yo soy, huelga decirlo, un naturalista, veo al hombre como parte de la evolución biológica. Pero lo que se hace en las ciencias biológicas en relación con el hombre tiene poco sentido. Si la investigación del cerebro tiene tan poco que ofrecer, ¿hay un saber filosófico seguro? No. Pero tampoco es necesario. El deseo de estar plantado sobre terreno seguro es un resto de la consciencia autoritaria. Es una reliquia de los tiempos en que se creía que todo lo esencial podía venir por revelación divina. Ernst Tugendhat (Brno, 1930), para muchos el más importante filósofo vivo en lengua alemana, es Profesor Emérito de filosofía en la Universidad Libre de Berlín. Reside entre Tubinga y América Latina, en donde pasó buena parte de su infancia y adolescencia como hijo de exilados. Su penúltimo libro, Egozentrizität und Mystik. Eine anthropologische Studie, fue también fue traducido al castellano en la Editorial Gedisa (Egocenricidad y mística, Barcelona, 2004). Traducción para www.sinpermiso.info: María Julia Bertomeu |
Hace 4 años
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