Por José Natanson, Página/12
Una de las características más criticadas de los gobiernos de izquierda de América latina es que han contribuido a bipolarizar los paisajes políticos nacionales. En muchos casos, el sistema se reordenó en función de su adhesión o no al oficialismo: es lo que ocurre en Venezuela, entre el cada vez más estrecho arco chavista y el contradictorio universo opositor; en Uruguay, donde en la segunda vuelta de las últimas elecciones presidenciales el Partido Colorado aceptó brindar su apoyo al candidato blanco como forma de frenar el ascenso imparable del Frente Amplio, y es lo que sucede en Brasil, donde el hiperfederalizado, multipartidista y caótico sistema de partidos se ha reordenado en base a su respaldo o su rechazo a Lula.
No se trata de suscribir la ilusión eurocéntrica y torcuatoditelliana de un sistema compuesto por un gran partido de izquierda y otro de derecha, pues no hablamos de bloques políticos permanentes sino de articulaciones precarias y cambiantes. Pero la tendencia existe. Y existe también –aunque en menor medida– en la Argentina: luego de la elección presidencial del 2003, en la que cinco candidatos disputaron con chances la recta final, los comicios del 2007 definieron un paisaje más ordenado, con un peronismo triunfador y una oposición dividida pero no atomizada. Si las fuerzas opositoras logran unificarse hacia el 2011, algo que hoy parece difícil por los liderazgos hasta ahora incompatibles de Elisa Carrió y Mauricio Macri, la Argentina podría acercarse también a esta costumbre de los escenarios bipolares.
El largo conflicto con “el campo” ha contribuido a profundizar –o, según cómo se mire, a desnudar– esta polarización, una tendencia que muchos analistas cuestionan como algo intrínsecamente malo pero que tiene también su costado positivo. En algunos casos (aunque no en todos), contribuye a transparentar a la sociedad sus verdaderas opciones, hacerlas políticamente inteligibles y terminar con maquillajes centristas que a veces –no siempre– esconden los efectos más negativos de modelos aparentemente intocables. Obviamente, un país no puede vivir rechinando siempre los dientes, pero la historia demuestra que ciertas fases de disputa, de tanto en tanto, resultan fundamentales para alumbrar cambios y destruir viejas estructuras.
La clave es cómo procesar políticamente estos momentos, y en este sentido el ejemplo de la Venezuela reciente es particularmente útil: en el verano del 2002, luego de un intento fallido de golpe de Estado, la gerencia de Pdvsa inició un lockout contra el gobierno de Chávez al que poco después se sumaron las cámaras empresariales y la cúpula sindical. La paralización total de la industria petrolera incluyó operaciones delictuales al lado de las cuales los cortes de ruta de De Angeli parecen una tontería: por ejemplo, la intervención del “cerebro” de Pdvsa, una supercomputadora que los gerentes en paro manipularon a control remoto, desviando las trayectorias de los barcos, forzando a las excavadoras hasta romperlas e inundando los pozos. Luego de 63 días de conflicto, Chávez logró derrotar a la cúpula de la empresa, echó a trece mil gerentes y se apoderó del control de la compañía.
Lo interesante de la comparación con Venezuela, ahora que tal vez estemos llegando al final de esta etapa, es la pregunta acerca del día después. ¿Cómo se recompone un escenario tan polarizado? En el caso venezolano, Chávez exhibió en aquel momento su enorme astucia táctica y entendió que, después de semejante conflicto, el país le reclamaba –usemos el lugar común– consenso y diálogo. Pero también acción. Entonces, por un lado, se moderó, al menos todo lo que se lo permitía su personalidad explosiva, aceptó la mediación de la OEA y el Centro Carter y, finalmente, las gestiones del Grupo de Amigos de Venezuela liderado por Brasil. Por otro lado, lanzó las misiones, los programas sociales que se ampliaron velozmente –ya disponía de los recursos petroleros– y contribuyeron a elevar su popularidad. Tras mucho dudarlo, Chávez aceptó el planteo de la oposición y realizó el referéndum revocatorio del 2004, en el que se impuso por 20 puntos de diferencia. Ese fue, retomando la frase de Kirchner de los últimos días, el verdadero comienzo de su gobierno.
Argentina no es Venezuela y el conflicto con el campo no es el paro petrolero, quizá no tanto por voluntad de sus protagonistas como por el hecho de que la nuestra es una economía mucho más diversificada y que, por más sojadependiente que sea el modelo K, paralizar las exportaciones de granos no alcanza para detener totalmente la marcha del país. Pero la comparación ayuda. En Venezuela, el referéndum venezolano del 2004 cambió definitivamente las cosas porque, aunque su resultado no fue aceptado por la oposición, permitió tanto la consolidación del gobierno como el desplazamiento de los sectores antichavistas más recalcitrantes y su reemplazo por otros, auténticamente democráticos, que sí reconocieron su derrota en las elecciones presidenciales del 2006. En estos días de furia, la experiencia venezolana demuestra que aún en contextos polarizados y dramáticos es posible superar el temblor, que nunca es demasiado tarde para encontrar salidas democráticas, por más profundas que sean las grietas.
EL GOBIERNO, ENTRE LA INCREDULIDAD Y LA DESAZON
LA DERROTA EN EL SENADO: un escenario nunca imaginado
Los malos presagios empezaron a la medianoche porque el vicepresidente no atendía los llamados. Pero hasta las tres de la mañana tenían la esperanza de que Cobos no votara en contra del propio gobierno del que es el segundo en jerarquía.
Por Daniel Miguez, Página/12
Ni en la peor de sus pesadillas la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, sus ministros y los principales senadores hubieran soñado con el desenlace de la votación de esta madrugada en el Senado. Y la sensación que podía percibirse en las máximas figuras del Gobierno era de incredulidad y desazón. El desconcierto comenzó a rondar a la cúpula del Gobierno cuando se configuró un cuadro inimaginable hasta unas horas antes: que el vicepresidente Julio Cobos, enfrentado con la Presidenta a sólo siete meses de asumir el Gobierno, tuviera que definir la votación por las retenciones móviles y todo lo que se desprende ello para el futuro inmediato de la política argentina. Aún así, nadie esperaba semejante mazazo.
Hasta las tres de la mañana tenían la esperanza de que Cobos no generara una conmoción votando en contra del propio Gobierno del que es el segundo en jerarquía. “Una cosa es tener juego propio, y otro sería semejante traición”, sostenía un ministro que apostaba a la cordura del mendocino. Una fuente cercana al vicepresidente le había dicho a PáginaI12 que Cobos “si tiene que votar, lo hará responsablemente”, dando a entender que lo haría junto al oficialismo. Pero eso no ocurrió.
A las 4 de la mañana no había mucho margen para que los funcionarios consultados por PáginaI12 pudieran imaginar los pasos a seguir ante el nuevo escenario, que nunca había entrado en sus hipótesis ni como Plan Z. La votación en manos de Cobos fue el corolario de una serie de complicaciones increíbles que habían llevado en un momento a que la decisión quedara en manos del santiagueño Emilio Rached. Aunque la definición hubiera podido ser aún más insólita si un Menem que se había retirado enfermo no hubiese regresado al Congreso y le hubiera dado el triunfo en la votación al oficialismo.
Sin el voto de Rached y con la presencia de Menem, todo quedaba en manos de Cobos. Era medianoche y en el oficialismo había desconcierto y desazón, porque el vicepresidente no quería confesar su voto y le ponía intriga a la definición. Los llamados empezaron a llover en su celular. Como no atendía los malos presagios empezaron a nublar la esperanza del Gobierno.
Era un final inesperado para un día en que la Presidenta había arrancado en la quinta de Olivos atenta a la televisión, aunque desde el día anterior el jefe del bloque, Miguel Angel Pichetto, le aseguraba que, aunque sin que sobre nada, iban a tener los votos necesarios.
Desde el mediodía los canales de noticias aseguraban que había 70 votos definidos, 35 a 35 nada menos, y dos indecisos, pero desde la Casa Rosada tranquilizaban a los dirigentes kirchneristas que llamaban queriendo saber la verdad. “Los dos supuestos indecisos votan con nosotros”, repetían. Se referían al catamarqueño Ramón Saadi y al santiagueño Rached.
Por si había algún funcionario que aún no confiaba en el voto de Saadi en función de su inestable vínculo en Catamarca con Luis Barrionuevo, poco antes de las 9 de la noche, les llegó el alivio, cuando el ex gobernador expuso anunciando su voto a favor del proyecto oficial.
La Presidenta, que en un momento había decidido quedarse en la casa Rosada hasta verificar el voto de Rached a favor del Gobierno, como el tiempo pasaba y no llegaba el turno del santiagueño, a las 22 regresó a Olivos para seguir el debate junto a su marido. Para ese entonces ya llegaban las versiones de que Rached se había dado vuelta asustado por amenazas que había sufrido su familia en Pinto, un pueblo de siete mil habitantes del interior de Santiago del que fue intendente durante diez años.
Para entonces, al Gobierno le quedaba un pequeño margen de alivio, ya que Carlos Menem con gripe y afiebrado se había retirado del recinto para hacerse atender en el sanatorio Otamendi y no pensaba volver al Congreso, seguro de que la votación se definiría a favor del oficialismo. Al trascender que Rached votaría en contra, su hermano, Eduardo Menem, voló con su auto hasta el Otamendi para volver a llevarlo al Senado. No fuera a ser cosa que el kirchnerismo lograra la ley de retenciones móviles gracias a Menem, ya que su ausencia dejaría la votación 36 a 35. Cuando un Menem maltrecho entró al recinto a Cobos le habrá corrido un frío por la espalda. La ley de retenciones móviles y mucho más que esa ley, quedaba en sus manos. Y las usó para votar en contra del oficialismo del que hasta esta madrugada, mal que mal, había formado parte.
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