25 de julio de 2008

ARGENTINA: CRONICA DE UNA CRISIS ANUNCIADA, por Atilio Borón


OPINION
Por Atilio A. Boron *

Crónica de una crisis anunciada

A escasos seis meses de su gobierno, la Presidenta sufrió una significativa derrota política que trasciende con creces la aritmética de la votación senatorial: se deshilachó hasta la irrelevancia la transversalidad kirchnerista; se dividieron la CGT, el PJ y la bancada oficialista en el Senado y la Cámara de Diputados; se desplomó la popularidad de la Presidenta y de Néstor Kirchner; la economía, sobre todo en el interior, está semiparalizada y, para colmo, se perdieron unos 4 mil millones de dólares, todo para obtener con las retenciones móviles un ingreso adicional que en el mejor de los casos no habría llegado a los mil millones. Como si lo anterior fuera poco, se puso en discusión algo que no lo estaba: la legitimidad del Estado como regulador del proceso económico y redistribuidor de la riqueza. Y, además, se instaló en la agenda pública el tema del raquítico federalismo fiscal, fuente de irritantes inequidades regionales.

Por eso, apelar a categorías tales como traición, deslealtad u otras por el estilo para comprender lo ocurrido sólo servirá para debilitar aún más el menguado poder de la Casa Rosada. Lo que hay que explicar no es tanto por qué Cobos votó como lo hizo, sino por qué los senadores que acompañaron a los K durante todos estos años ahora apenas si lograron un agónico empate. Es evidente que ante la primera prueba crítica planteada después de la recomposición capitalista posterior al 2001 el modelo de construcción política de los K –y especialmente las heteróclitas “colectoras” pergeñadas para enfrentar la elección presidencial del 2007– desnudó su insanable fragilidad.

A la Presidenta le quedan todavía tres años y medio de mandato, y sería una catástrofe que no pudiera cumplirlo en su totalidad. Pero se trata de un trayecto que sólo será transitable si se modifican ciertas premisas que informan la labor de su gobierno.

Premisas en crisis

En primer lugar, la Presidenta debe comprender que más que saber hablar, cosa que ella hace muy bien, lo decisivo para un buen gobernante es saber escuchar. Si algo probaron estos cuatro meses de abusos retóricos e irresponsables maniqueísmos cultivados ad nauseam tanto por “el campo” –esa tramposa ficción que mantuvo en la penumbra a los agentes del nuevo capitalismo agrario: el “agronegocio”– y sus representantes mediáticos como por el Gobierno es que tanto la Presidenta como el jefe del PJ padecieron de la peor de todas las sorderas: esa que sólo permite oír lo que se desea escuchar. Olvidaron una enseñanza básica de la historia del peronismo: “desconfiar de los consejos y la supuesta sabiduría del entorno”, precepto que nadie obedeció con más intransigencia que Eva Perón. Si hubieran podido escuchar los reclamos que procedían de la sociedad –y que el complaciente entorno áulico atribuía a la perversidad de los “movileros”–, esta derrota podría haberse evitado. Predominó una visión paranoica y una gritería desenfrenada que impidió oír lo que decían las propias bases sociales del kirchnerismo, un sinfín de intendentes y políticos del FpV, algunos técnicos e intelectuales con una larga trayectoria de izquierda (seguramente no “los mejores”, elogio que en un alarde de sobriedad y mesura José Pablo Feinmann reserva sólo para quienes se encuadran con la postura oficial) e inclusive algunos periodistas o colaboradores de este diario, como Mario Wainfeld, Eduardo Aliverti y Mempo Giardinelli cuyas sensatas observaciones fueron igualmente desoídas. Otra habría sido la historia si la Presidenta y su esposo hubieran sabido escuchar.

Segunda premisa: “Para ganar hay que avanzar, siempre”. Aparentemente ése es el “estilo” K de hacer política y de gobernar. Pero una compulsión a ir siempre para el frente más que valentía o firmeza de convicciones revela temeridad. Aquí es conveniente recordar las continuidades existentes entre el arte de la guerra y la lucha política. Y al igual que en la guerra, en la política no puede ser bueno el general cuyo arsenal estratégico y táctico se limita a avanzar bajo cualquier circunstancia y sin medir las consecuencias. Esto lo planteó Sun Tzu 500 años antes de Cristo, cuando anotó que “una de las maneras más seguras de perder una guerra es cuando el general se deja llevar por la pasión irracional”. Esa pasión, ligada a una concepción absolutista del poder, inflamó la conducta del oficialismo desde el estallido del conflicto hasta los momentos finales del mismo: desde la ridícula, además de injusta, caracterización de un dibujo de Hermenegildo Sábat como un “mensaje mafioso” hasta la insólita alusión del presidente del PJ a los “comandos civiles” y los “grupos de tareas” para calificar algunas repudiables iniciativas de sus opositores. Si el adversario se dejó llevar por las pasiones la única respuesta políticamente ganadora era la que se desprendía de la serenidad y la racionalidad. Si la oposición apela a consignas incendiarias o se agrupa detrás de un energúmeno o un demagogo, manipulando el “sentido común” más reaccionario, es responsabilidad del Gobierno instalar el debate en otro nivel. Y si no quiso, o no supo, o no pudo hacerlo mal puede lamentarse del resultado de este enfrentamiento. A lo largo del mismo se dieron algunas oportunidades en las que con un paso atrás el Gobierno podría haber dado dos o tres pasos adelante poco después. Las desaprovechó todas, porque la racionalidad política sucumbió ante los embates de la pasión y una autodestructiva obcecación.

¿La salida? Sólo por la izquierda.

¿Está todo perdido para el kirchnerismo? De ninguna manera; ha sufrido un impacto muy fuerte si bien a años luz de la tan temida “destitución”. Dependerá de la rapidez de su reacción y la orientación política de sus actos de gobierno para saber si estamos o no asistiendo al comienzo del ocaso de su hegemonía. Lo que está claro es que la única chance de sobrevivencia del Gobierno reposa sobre su voluntad de impulsar profundas políticas de cambio y transformación económica y social, algo que hasta ahora los Kirchner no han siquiera insinuado. Es decir: la única salida a esta crisis, la única alternativa a una prolongada –y tal vez muy tumultuosa– agonía sólo se encuentra por la izquierda. Ante ello no faltarán quienes aseguren que “a la izquierda de Kirchner” está la pared –recurso retórico que a menudo, más no siempre, oculta una penosa resignación o un impresentable macartismo–. Pero ésa es una verdad a medias que ignora la densidad y gravitación que tiene una “izquierda sociológica” que hasta el día de hoy (pero atención que esto puede cambiar) no encuentra una expresión política que la contenga. Además también podría argumentarse que “a la derecha de Kirchner”, aunque un poco más lejos, también está la pared. En materia de política económica si la “nueva derecha” que algunos juran percibir culminara exitosamente su “ofensiva destituyente” no es mucho lo que le quedaría por hacer. En efecto: toda la riqueza del subsuelo ha sido privatizada y extranjerizada; en la tierra los procesos de concentración y extranjerización avanzaron extraordinariamente; la regulación económica es endeble, intermitente e ineficaz porque el Estado destruido por el menemismo no fue siquiera comenzado a reconstruir desde el inicio de la hegemonía kirchnerista. Por otra parte, si no existe un plan de desarrollo agropecuario (¡como tampoco hay un plan minero, de hidrocarburos o industrial!) es porque este gobierno y el anterior aceptaron, algunos abierta y otros veladamente, los preceptos del Consenso de Washington y dejan que sea el mercado, y no el Estado, quien oriente las actividades económicas. Es imprescindible revertir el funesto legado de los noventa; si el Gobierno rehúsa salir de la crisis por la izquierda y opta por el continuismo su suerte estará echada. Si, en cambio, avanza en una reforma tributaria, suprime los privilegios impositivos de que goza el gran capital quitando las exenciones impositivas que favorecen a los grandes pools de siembra (¡que al funcionar como fideicomisos no pagan el impuesto a las Ganancias!), grava con fuertes retenciones a los más grandes productores de soja y acaba con los privilegios de que gozan los exportadores mineros destinando esos fondos a combatir la pobreza y reconstruir la infraestructura física del país, su suerte podría ser bien diferente.

* Doctor en Ciencia Política.

Página/12

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