Pedro de la Hoz • La Habana
En el área de Johannesburgo donde debió erigirse un casino para gente blanca y rica, se halla el Museo del Apartheid. Su creación fue una iniciativa de Nelson Mandela. Una especie de exorcismo contra la mala memoria. Desde el cartel de entrada, que reproduce la ominosa bifurcación White / Not White, hasta las fotografías gigantescas de niños negros hacinados en los bantustanes y las golpizas propinadas por la gendarmería contra los habitantes de Soweto, los círculos del horror dejan huellas profundas en los visitantes. Por más de medio siglo en la pasada centuria hubo leyes que consagraron en Sudáfrica uno de los sistemas más repugnantes de la era moderna: Los negros no podían ocupar posiciones en el gobierno ni votar. No podían habilitar negocios o ejercer prácticas profesionales en las áreas asignadas específicamente para los blancos. No les estaba permitido entrar en zonas asignadas para población blanca. Los negros fueron obligados a portar el pass book, documento de identidad que agregaba su clasificación racial, impresión digital e información sobre su autorización para acceder a determinadas áreas blancas solo por causas laborales. El apartheid no cayó del cielo. Fue el resultado de un largo proceso de colonización por parte de capitalistas europeos, que desplazaron, humillaron y discriminaron a la población nativa, a partir del día en que el holandés Jan van Riebeeck estableció en 1652 el primer asentamiento blanco en la zona. Dos investigadoras españolas, Corina Galarza y Sonia Escobares, recuerdan que “la colonización había llevado desde un comienzo, al concepto de superioridad del hombre blanco y de las culturas occidentales” y subrayan cómo “el darwinismo social contribuyó a brindar la base legitimadora del segregacionismo, pues separó a los blancos de los negros por representar diferentes grados de evolución cultural. Esto se profundizó aún más a partir de 1910 cuando Gran Bretaña concedió la autonomía al pueblo sudafricano blanco, que pasó a conformar la Unión Sudafricana. La imposición blanca sobre el territorio se produce a partir de la conquista, y mediante la aplicación de una legislatura y administración de la justicia sumamente rígida, tendientes a excluir al pueblo negro de todo poder político”. Los datos de un censo efectuado en 1981 resultan reveladores. Había 19 millones de negros y apenas 4,5 millones de blancos. Los negros poseían el 13 % de las tierras; los blancos, el 87 %. El salario medio de los negros era de 360 rands; el de los blancos, 750. La tasa de mortalidad infantil para los negros asentados en las "townships", 82 por mil; para los ilegales o no asentados de las "townships”, 107; para las familias de trabajadores migrantes, 227, y para las familias que viven permanentemente en los "homelands", 282. La de los blancos, 4,7. El gasto anual de educación por cada alumno negro, 45 rands; el de cada alumno blanco, 896. El uruguayo Juan Carlos Onetti, uno de los grandes escritores latinoamericanos de todos los tiempos, no pudo contenerse cuando en los estertores del apartheid, P.W. Botha, presidente de Sudáfrica entre 1984 y 1989, aprobó una ley en la que permitía excepcionalmente el matrimonio birracial. “Esta anunciada apertura casamentera tiene su control y su limitación —comentó Onetti—. Puede haber matrimonios bendecidos por las leyes sudafricanas y por algún sacerdote no se sabe de qué rito. Pero no se permite ni un poco más. El negro o la negra se casa con blanco o blanca pero debe volver a su reducción, donde se le encierra y se le trata como a un mamífero de dos patas. (…) Según leo, la negra o el negro son escogidos por un blanco o una blanca. Elección que me recuerda la vez que tuve que elegir un perro entre unos 50 que ladraban, aullaban, gemían, se trepaban en las puertas de alambre pidiendo ser liberados. (…) Tal como están las cosas parece forzoso que sean los blancos, machos o hembras, los que se acerquen a las alambradas, observen, calculen, elijan y digan, señalando con un dedo: esto. De esa manera compré mi perro”.
Si Onetti hubiera estado vivo por estos días, en que el mundo celebra el 90 cumpleaños de Nelson Mandela, quizá volvería a la carga con otro punzante comentario ante un inquietante suceso que tuvo lugar durante la cena que en Londres un grupo de personalidades políticas y del ámbito cultural ofrecieron al emblemático líder que padeció represión y largo cautiverio en la época del apartheid.
Según narró el periodista británico John Carlin, en la ocasión fue subastado, entre otras piezas, “un molde de bronce de la mano de Mandela. Will Smith, el actor estadounidense, hizo de subastador, derrochando energía y sentido del humor, y la mano se acabó vendiendo por 2,2 millones de euros. El comprador fue Sol Kerzner, un sudafricano megamillonario que basó su fortuna en una cadena de hoteles y casinos que creó en tiempos del apartheid. Kerzner, un hombre diminuto de unos 70 años, con una esposa despampanante de unos 30, que le hubiera sacado dos cabezas incluso sin los tacones altísimos que llevaba, no hubiera podido levantar semejante negocio, ahora extendido por todo el mundo, sin la ayuda del sistema del apartheid, de cuyas leyes racistas se aprovechó de manera astuta y, según decían los seguidores de Mandela en aquellos tiempos, vil. La exorbitante suma que pagó por la mano de Mandela, sumada a otras donaciones que ha hecho a las causas del ex Presidente sudafricano, le servirán —o al menos eso comentaba alguna gente en la cena— como vía de expiación”.
Y es que el apartheid no está tan lejos como pudiera parecer. Es todavía una honda herida que no debe ser olvidada.
http://www.lajiribilla.cu/2008/n377_07/377_02.html
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