Hannah, Elfride y Martin
¿Quién de nosotros, lectoras y lectores de Hannah Arendt, no ha experimentado una cierta antipatía hacia Elfride, la mujer de Martin Heidegger, nazi y antisemita, quien le impidió vivir abiertamente su pasión por la joven estudiante hebrea, él, tan reprobable como fascinante maestro, ella, tan hermosa e indefensa que bebía sus palabras? Y él, que la ase y la besa durante un paseo en el bosque, le envía inmediatamente después una carta de excusas, pero apasionada. A ésta le seguirán otras, a lo largo de una relación que duraría algunos años. Como todas las cartas de amor, con excepción de las de los poetas, y aún las de estos con reparos, las de Martin no valen gran cosa. Martin no lo es, si bien se deja llevar por las efusiones líricas y quizá hace algunos pinitos con los versos, mientras que las cartas de Ana son las propias de un corazón joven y de una mente joven en sus pasiones primeras.
Al ser ambos –según piensa ella- personas especiales, Hannah acepta convertirse en la amante secreta de una comedia burguesa, encontrarse en otro lugar, a escondidas, en alguna ciudad próxima a donde él ha de acudir para este o aquel seminario, tomando trenes diferentes, encontrándose en hoteles apartados. En Friburgo, entre tanto, él le sugiere que ella pase cada noche a las diez por delante de su casa y si ve que hay luz en una determinada ventana eso quiere decir que Martin puede escaparse durante una hora y ella no tiene más que esperarlo en un determinado banco público. Si está a oscuras, paciencia, se verán al día siguiente, o dos o tres después. Martin está casado y tiene dos hijos, no tiene la intención de arriesgarse, y Hannah no pretende otra cosa que ser amada, no es una mujer que pusiera nunca pretextos, y sabe que Elfride es, como todas las mujeres, necesaria, no genial, exigente, celosa.
En esta historia Hannah tiene toda nuestra simpatía, unida a una cierta compasión por la vileza del genio enamorado y a la convicción de que Elfride debía ser la típica bruja. Después de algunos años, sin embargo, Hannah se harta, rompe sin escenas y se marcha. Tendrá, primero con Gnther, y después con Blücher ,una vida conyugal libre, una casa para los amigos. Partirá en su momento hacia los Estados Unidos, seguirá de lejos el compromiso de Heidegger con el Partido nacional socialista, al que se afilia en 1933 junto con su mujer, y después su acceso al cargo de rector y el famoso discurso, y la prohibición de que los hebreos, entre ellos Husserl, que le había dado la cátedra, pudiesen entrar en la biblioteca. Después, su abandono del cargo, los nazis son demasiado ignorantes, - único vicio que él les reprocha- y su dedicación a pensar y a escribir, convencido de la superioridad de su misión. Para lo cual, Elfride ha construido una cabaña en la montaña, en mitad de los bosques, donde el filósofo encontrará el necesario recogimiento, junto a la comodidad de la que ella le provee.
También de las casas de la ciudad, primero una, después otra, más grande, después aquella otra para cuando sean viejos, se encarga Elfride, las diseña, las amuebla, las surte de todo, domésticos incluidos. Martín estudia , piensa, escribe, enseña y viaja, no se compromete ni se descompromete con el Partido nacional socialista, no tendrá jamás una palabra de condena por el exterminio de los hebreos, que achaca a la dominación de la técnica, convertida en algo decisivo para la vida y para la muerte, contra la amada naturaleza. En su larga correspondencia con Jaspers, Hannah lo juzga sin alegría, sabe que es un gran mentiroso, y aún peor que eso. Intrigante sin límites, cuanto sea preciso, en la academia. Después sobrevendrá la guerra, que pasa sobre la pareja Heidegger sin grandes males, salvo que sus dos hijos son hechos prisioneros en el frente ruso, pero regresarán en el 47 y en el 49. Entre tanto, en 1946, Heidegger es suspendido como docente. La suspensión durará tres años. En Nueva York , Hannah y su marido se lamentan de que su obra no sea conocida y en 1950, cuando a Hannah se le encomienda una tarea de investigación sobre el patrimonio cultural hebreo en Alemania, decide ir a encontrase con aquel su viejo amor de Friburgo, para estrecharle la mano. Le escribe: estoy aquí. Él le responde invitándola a cenar a su casa.
Han transcurrido tantos años y una guerra, son ahora dos vidas lejanas, Hannah acepta. No sabe que Martin ha creído conveniente informar a Elfride tan solo ahora de aquella historia que había tenido con ella, y se encuentra en la mesa de una señora muy enfadada que no les ahorra un sermón de reprimenda ni a ella ni a su marido. Ella baja la cabeza. Le ayudará a publicar sus obras en inglés y en los Estados Unidos, le enviará sus libros sin recibir de él una nota de acuse de recibo ni comentario alguno, pero entre ellos, no dejará nunca de haber una correspondencia cortés.
Cuando, fallecidos ambos, Mary Mac Carty, que fue amiga de Hannah y gestionó su herencia literaria, permite consultar la correspondencia harendtiana conservada en la Biblioteca del Congreso a una joven estudiosa, y ésta publica con cierta animosidad la correspondencia juvenil entre ambos, George Steiner ataca acerbamente a Arendt y a su marido, culpables, según él, de una sórdida aventura amorosa y para colmo entre dos hebreos y un nazi. Steiner es de los que no perdona a Hannah Arendt su Eichmann en Jerusalén .
Esta es la historia. Para mí, al revés que para Steiner, la figura de Hannah se engrandece con el gesto hacia el Heidegger caído en desgracia. Ella no reniega nunca de su pasión juvenil, de los horizontes que las lecciones de él le habían abierto, sabe que es un gran pensador moralmente nulo. No lo disculpa, lo ayuda. No es frecuente que se tenga la fuerza y la generosidad de Arendt , que son también su libertad: no se considera víctima, no sufrió, sino que eligió, puede seguir siendo amiga. Se nos puede ocurrir pensar qué tipo de pareja hubieran sido si él hubiese tenido algo de la rectitud de ella. Pero no la tenía. Y estaba Elfride.
Acaban de publicarse ahora en Alemania y en Francia las cartas que Martin escribiera a Elfride desde que la conoció hasta su muerte –una selección a cargo de la sobrina de ella, Gertrud, clara en su método y en su forma (Martin Heidegger, Mein liebes Seelchen!, 2005 Deutsche Verlags-Anstalt, Munich, 2008). No hay reproches, no hablan de política, no juzgan la guerra; son, por así decir, antisemitas normales –nazis ordinarios-. Pero en las cartas de él y en las pocas notas que las acompañan, Elfride aparece distinta de cómo habíamos pensado –el hermoso perfil pensativo, el velo blanco de esposa sobre sus cabellos, dulce y decorosa, aquélla sobre la cual toda la tribu hará pìña. Complicada. Fuerte. Sufrida.
Martin la había encontrado después de la guerra, que él no había pasado en las trincheras sino en un despacho. Elfride Petri es una joven protestante, él es católico, debía ser ordenado pero había dejado la teología por la filosofía. Eso era un problema para sus respectivas familias, por lo que al año siguiente se casan civilmente, por el rito católico y por el rito protestante, tres veces seguidas, para acallar la polémica por parte de sus parientes. Estamos aún en guerra y la vida es dura y difícil. En 1919 nace el primogénito, Joerg. Un año después, el segundo, Hermann.
Permanecerán juntos desde entonces hasta la muerte, Martin y la “almita mía querida”, que es como comienzan casi todas las cartas. En italiano [a diferencia del castellano], “alma” no tiene diminutivos (ni “almita”, ni “almilla”, ni “animucha”, y menos aún “almuca”; la “anímula” del emperador Adriano (1) no pasó a la lengua vulgar). Pero en alemán, sí, Seele tiene un diminutivo, seelchen, y se refiere a aquello que se tiene más adentro, aquello a lo que siempre se vuelve, la Heimat, el almo suelo donde arraigan las raíces, donde encontramos apoyo y sosiego, lo sagrado y lo esencial: un sentimiento muy germánico. Martin piensa en serio que Elfride es el indestructible fundamento interior sobre el cual puede apoyar su pensamiento que es lo único que importa , su misión en el mundo.
Lo había decidido tan firmemente que cuando sucede que ella le confiesa, declarándose “desgarrada”, que tiene una relación con un médico amigo de ambos, y del cual está embarazada, Martin despacha el asunto deprisa con un “naturalmente, yo lo había comprendido, me sorprendía que tú no me lo dijeses, pero no te sientas desgarrada, él no vale nada, no te preocupes por esto, no perdamos el tiempo hablando de ello”. Cuando ella pare en 1920 al hijo del otro, le desea que se restablezca rápidamente, pregunta cómo es el pequeñín y lo considerará siempre como otro hijo suyo. La paternidad biológica no le interesa (y no está equivocado) porque ha nacido dentro de ella a quien está ligado y que está a su vez ligada a él, más allá de las contingencias de este género. Será Elfride la que le diga a Hermann en un cumpleaños de adolescente que Martin no es su padre natural, imponiéndole que no se lo diga a nadie, cosa que él respetará hasta la muerte de sus padres. Es él quien se cuida actualmente de las obras de Heidegger.
No hay, o no han sido hechas públicas, o Martin las ha tirado, cartas de Elfride a él. ¿Pero cómo se habrá tomado ella aquélla su longanimidad de ideas, tan semejante a la indiferencia? Tanto más cuanto que se percatará pronto de que él miente tanto como vive, y le niega en redondo lo que ella percibe, es decir, que se echaba en los brazos de otras muchas mujeres, más o menos jóvenes y hermosas, pero inteligentes y admirativas de su genio, y más tarde, preferiblemente de rancio abolengo, princesas o condesas. Le confesará tan solo en 1950, al escribirle tras la visita de Arendt una carta en la cual la llama, y es la única vez, mi querida mujer, que en cuanto ha alcanzado a los pensamientos más elevados sobre la absolutidad del ser, aunque esté en casa incluso en correspondencia con ella, siente nacer un deseo irresistible, corpóreo, carnal por una de aquellas hermosuras. O bien, al contrario, habrán sido ellas mismas la fuente de su creatividad, indispensable, pero a condición de poder contar con aquel fundamento interno que es ella, Elfride. Por eso, no le había dicho nunca la verdad. Y después se sentirá aliviado, y continuará, impertérrito, hasta que un ataque lo abata junto a su última amante, y Elfride deberá ir a recogerlo. Ahora, anotará, estarán juntos hasta el fin de sus días
Entre las cartas de Martin, que ella confía para su publicación a la sobrina Gertrud, Elfride añade una nota al dorso de una de ellas: es la típica misiva que enviaba también a sus otras numerosas amantes. Quizá no las llamaba a todas “almita mía”, no las denominaba “mi santa”, pero, como anota Alain Badiou en la edición francesa, aquel diminutivo, aquel Seelchen, subraya como siempre la pequeñez del otro, en este caso de la preciosa otra, frente a la grandeza de su propio pensamiento. Que tiene como par tan solo el Wesen, el ser, el destino del pueblo alemán. Lo demás es por completo secundario, aun cuando él se sostenga sobre ello. Cuánto sea lo que Elfride haya compartido, cuánto sea lo que haya padecido, y cuál haya sido la fuerza de su indiferencia interior respecto de los golpes que le infligía aquel su inoxidable “muchacho”, no se puede llegar a saber.
Queda el interrogante sobre la posibilidad de una gran filosofía en una criatura como Martin Heidegger, tan desprovista de percepción sobre la alteridad. De las mujeres que amaba, de la compañera que había elegido para sí, y de la que tenía necesidad; imaginárselo con relación a los nazis, a la guerra y a los hebreos. Grandísimo pensador ciego como murciélago, es un bello oxímoron.
NOTA T.: (1) animula vagula blandula, hospes comesque corporis mei…
* Rossana Rossanda es una escritora y analista política italiana, cofundadora del cotidiano comunista italiano Il Manifesto. Acaba de aparecer en España la versión castellana de sus muy recomendables memorias políticas: La ragazza del secolo scorso [La muchacha del siglo pasado, Editorial Foca, Madrid, 2008].
in Rebelión.org
Yo ya no sé si se puede seguir admirando a un hombre que, creyéndose destinatario elegido del ser, para hacerlo conocer a los hombres, obra en la vida como un despreciable pequeño burgués de novelitas rosa. Pienso, en este momento, que Marx no andaría en tanta estupidez. Tampoco Kant. Tampoco Nietzsche. Tampoco Descartes. Y desde su loca moral -ascética o histérica-, tampoco Santo Tomás de Aquino. Asquea sospechar, tan sólo, que el otro es un medio. Que ni la amante, ni las otras amantes, ni la propia mujer, cuentan para la valoración del hombre genial, que puede, entre los mortales inauténticos, permitirse cualquier cosa.
ResponderEliminarel ùltimo comentario ya tiene un año y pico,
ResponderEliminarHidegger esta muerto y pertenecio a una època de guerra, su obra no necesariamente esta atado a su època, si lo consideramos como el portavoz de la època, en este caso seria un artista que hizo filosofia y que su obra lo trasciende como persona común y corriente, cosa que evidentemente no ocurrrio. Resultando el hombre que busco el ser a cualquier precio no pudo encontrarse a si mismo, cosa que no seria tampoco posible,
Entonces Heideguer deviene en un crucificado y se podria sospechar que se nego a vivir su època, claro que vivio la cruz a su manera. y que hizo una filosofìa desde otra època,no se si pasada o futura, si es que estos conceptos son posibles y la angustia puede trascender el ser