Por Sebastián Jans
La educación chilena sigue en la encrucijada ante sus manifiestas falencias, y de nuevo los sectores directamente involucrados -los estudiantes y los educadores- han manifestado su opinión de rechazo ante la orientación y el marco legal que la sustenta. Los esfuerzos de consensuar una nueva ley parecen fracasar frente a las dos almas que dividen la actual discusión: una, neoliberal y dogmática en su fundamento; la otra, que cree que el Estado tiene un rol definitivo que cumplir como un actor determinante para garantizar una educación de calidad.
Es un hecho que se comprueba cada día que el sistema educacional vigente está determinado por las variables del mercado, y por la brutal diferencia en los servicios educacionales a los que pueden acceder los chilenos según sus niveles de ingresos. Esas diferencias, junto a la dogmática aplicación del modelo LOCE, están sustentadas sobre afirmaciones falaces. Tales argumentos pretenden sostener la argucia de que la educación pública es deficiente por esencia y le cuelgan de modo perverso la imputación de que ese carácter -el ser fiscal- es el culpable de los fracasos e insuficiencias que tuvo el sistema educacional chileno antes de la reforma neoliberal que impusiera la dictadura.
Tales insuficiencias y carencias justificarían las supuestas ventajas del sistema actual, donde todo queda sujeto a las reglas mercantiles, y donde el rol del Estado parece estar destinado a garantizar ciertos accesos mínimos para los pobres, pero donde el grueso de los recursos que reparte sirven para financiar proyectos educacionales orientados en exclusiva al lucro o a ciertos sectores, instituciones o personas. Resultado de esa política, que favorece la privatización de la educación, pero estatista a la hora de financiar los riesgos, pese a los enormes recursos que el Estado ha destinado para financiar el carácter privado de su propiedad y gestión, con plata de todos los chilenos, lo único que ha traído como resultado es una reconocida mediocridad.
Sin embargo, diversos expertos involucrados ideológica, política y económicamente con el actual estado de cosas no dudan en señalar las excelsas virtudes del modelo, sosteniendo la idea de que este sistema educacional es mejor que el anterior, donde el Estado tenía la responsabilidad, gestión y conducción de la educación chilena. Es cierto que cuando la educación descansó en el esfuerzo del Estado, hubo insuficiencias de cobertura y que en determinados aspectos fue incapaz de dar solución a problemas estructurales. Aun así, la educación chilena pública bajo la impronta del Estado docente obtuvo logros que trascendieron nuestras fronteras e importantes educadores chilenos eran invitados a otros países americanos para servir de expertos y asesores para enfrentar los problemas educacionales de otras zonas del continente que reconocían las capacidades de nuestros educadores. Demás está señalar su contribución a la movilidad social.
Pero nadie pretende reconstruir el antiguo sistema público. Sería absurdo. Recordar los logros del pasado tiene como propósito exclusivo enfrentar la falacia de que el sistema neoliberal de educación es mejor. La tarea es construir un sistema público de educación, de carácter nacional, laico e igualitario en las oportunidades. Nadie pretende condicionar o poner en riesgo la existencia del sistema privado, y las oportunidades que éste ofrece a quien tenga la posibilidad de elegir tal opción. Pero no debe haber un sistema privado subsidiado, que optimiza el negocio de los sostenedores y de las instituciones que lucran con los recursos del Estado, generado por todos los chilenos para el bien común.
Un sistema público de educación es una apuesta a favor del robustecimiento de la identidad nacional, de un sentido de unidad de país, de integración en torno a objetivos comunes. Ello no lo da la educación privada, donde se privilegia el factor de identidad particular, y se apoya en una postura diferenciadora y excluyente. El sistema público es integrador, une respecto a contenidos y objetivos, así como congrega la diversidad social. En ese sentido, es una contribución efectiva a la movilidad social, y a garantizar oportunidades. Lo que hoy prima es el interés del lucro o ciertos intereses institucionales que utilizan la educación para robustecerse y consolidarse como proyecto dentro de la sociedad.
La educación pública requiere inversión significativa por parte del Estado, y debe articularse desde la etapa preescolar hasta el nivel terciario. Es decir, no sólo construyendo jardines infantiles sino haciendo una excelente educación básica, media y universitaria. Requiere también que haya una inversión en la formación de docentes involucrados con un proyecto nacional y societario integrador. La educación pública, nacional y laica es una educación que construye efectivamente país, que supera las diferencias e integra social y culturalmente. Satisface la más sentida de las aspiraciones de una familia de esfuerzo, marginada de los grandes logros del mercado, cual es, dar una educación adecuada a sus hijos para asegurar su futuro.
De todas las cosas que puede hacer el Estado a favor de las personas, dar satisfacción a las necesidades de educación y salud es lo más trascendente y determinante para la vida de los que no tienen los recursos suficientes, y para garantizar las oportunidades que los niños y los jóvenes son capaces de forjarse con sus motivaciones y esfuerzos, al margen de su cuna. La educación laica bajo la dirección de un Estado laico no excluye ni por rico ni por pobre, ni por moro ni cristiano, ni por blanco o negro, ni por alto ni por bajo, sino que es una educación de oportunidades y garantías.
El cambio de estrategia de educación es determinante para el futuro del país para superar un sistema que sólo nos trae fracasos, pese al mañoso manejo de las cifras que hacen sectores comprometidos con los intereses beneficiados con el negocio de la educación.
* Iniciativa Laicista para Consolidación de la Sociedad Civil
La Nación.cl
Jose deje un comentario no se si resulto
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