Los Juegos Olímpicos son el gran escaparate de la China que quiere ser la gran superpotencia del siglo XXI. La nueva generación de líderes comunistas lleva al gigante asiático por la senda del capitalismo bajo el lema del 'ascenso pacífico'. Retos pendientes: desigualdades, corrupción, derechos humanos y falta de democracia. ¿Renunciará el partido a su monopolio del poder?
El País.com
La máxima prioridad del país en este momento es que los Juegos Olímpicos sean un éxito". La frase, pronunciada hace unos días por el presidente chino, Hu Jintao, ante un grupo del Politburó del Partido Comunista Chino (PCCh), no deja lugar a dudas. Pekín debe triunfar ante el mayor evento deportivo que se celebra en el mundo cada cuatro años. Porque los Juegos, con una audiencia global que algunos observadores cifran en 4.000 millones de telespectadores, son la gran ventana al mundo y tienen un efecto para la imagen del país organizador que va mucho más allá de las dos semanas y media que dura la competición. Y si no, que se lo pregunten a Barcelona, cuya resonancia y popularidad se disparó como consecuencia de los Juegos Olímpicos de 1992.
Para los dirigentes chinos es imprescindible que el gran evento sea un éxito de organización, seguridad, medio ambiente y, si es posible, también deportivo, porque esto les permitiría lograr su objetivo: sancionar el ascenso de China en la escena internacional y subir al podio de los países poderosos y respetados. Al mismo tiempo legitimará al régimen ante la población con un baño de nacionalismo.
"Barcelona es una ciudad muy bonita. Me gustaría ir". No lo dice un joven universitario, instruido o viajado, de los que cada vez hay más en China, sino un habitante del Pekín popular que en su vida ha salido del país, pero que, como muchos chinos, sigue con fidelidad la televisión.
Durante los últimos meses, las cadenas oficiales han emitido numerosos reportajes relacionados con los Juegos, y Barcelona ha sido uno de los objetivos de los periodistas. De ahí que cuando se pregunta a los locales qué conocen de España, contestan que los toros (por la televisión), el fútbol (preferentemente, el Real Madrid) y Barcelona (de oídas). "Y las mujeres son muy guapas", añaden. Si tienen más cultura, citan tres artistas: Dalí, Gaudí y, en menor medida, Picasso. Los tres, curiosamente, relacionados con la capital catalana.
Para el Gobierno de Pekín no se trata con los Juegos de impulsar el turismo en un país que ya figura entre los primeros destinos de viaje del mundo, sino de dar una nueva versión de aquella frase que Mao Zedong pronunció el 1 de octubre de 1949 desde lo alto de la Puerta de la Paz Celestial, en la plaza de Tiananmen, cuando proclamó la fundación de la República Popular China: "El pueblo chino se ha puesto en pie".
No es que el pueblo chino no esté ahora en pie. En absoluto. Hace mucho tiempo que las potencias coloniales salieron del país. Y aunque aún subsiste entre la población y los dirigentes cierto complejo de inferioridad, incubado por las largas décadas de invasión extranjera y debilidades política, económica y tecnológica, el complejo se está esfumando a la misma velocidad que China asciende escalones, hasta transformarse, incluso, en altivez. "Los funcionarios chinos se comportan a veces con arrogancia en las reuniones que tenemos en el Ministerio de Exteriores. Son conscientes del poder que ha adquirido su país, y nos lo hacen notar", afirma un diplomático europeo. "¿Hasta cuándo van a utilizar como excusa la humillación colonial?"
Los dirigentes tienen motivos para estar orgullosos de los logros alcanzados. El país asiático es ya la cuarta economía mundial. Su producto interior bruto ascendió a 24,7 billones de yuanes (2,3 billones de euros) en 2007, y este año podría superar a Alemania y situarse como tercera. Adelantar a Japón y luego a Estados Unidos es sólo cuestión de tiempo. Al fin y al cabo, China tiene más de 1.300 millones de habitantes y, aunque en renta per cápita aún esté muy lejos de la cabeza, el valor absoluto de una economía cuenta, y mucho.
El Gobierno del presidente Hu Jintao quiere que sus atletas lleguen a lo más alto en los Juegos Olímpicos, que comenzaron el pasado viernes y concluirán el 24 de agosto. Lo cual significa, sencillamente, superar a Estados Unidos en número de medallas de oro. En Atenas, China obtuvo 32, tres menos que su rival norteamericano, y algunos analistas calculan que en esta edición logrará más de 40, y batirá a Estados Unidos. Pero, sobre todo, los líderes quieren que el evento sea una celebración de las tres décadas de reformas económicas, y muestre la rapidez con que se ha modernizado el país.
La historia de China basculó en diciembre de 1978, dos años después de que Mao falleciera, poniendo fin a la Revolución Cultural (1966-1976), el movimiento radical lanzado por el Gran Timonel para reavivar el espíritu revolucionario y deshacerse de sus enemigos políticos. Fue en diciembre de aquel 1978 cuando su sucesor, Deng Xiaoping, puso en marcha el proceso de apertura y reforma, que sustituyó el sistema de economía planificada de herencia soviética por la llamada economía de mercado socialista, o, lo que es lo mismo, un capitalismo del mejor corte occidental bajo el control absoluto del Partido Comunista Chino.
El Pequeño Timonel -menudo, inteligente y pragmático como pocos- dio al traste con el maoísmo y su herencia, sacó el país del aislamiento, lo abrió a la inversión extranjera y lo lanzó al mayor y más acelerado proceso de cambio que ha vivido una nación en la historia de la humanidad.
Hoy, el comunismo es poco más que una palabra en el nombre del partido único gobernante. La educación y la sanidad son de pago, y nada tiene que ver que sean públicas o privadas. Público no significa gratuito en este país. Así que quien no tiene dinero no se puede permitir estudiar, ni algo más grave, caer enfermo.
Como dicen los chinos, cuando alguien sufre una enfermedad grave, no sólo le afecta a él, sino a toda su familia y su red de amigos, que son quienes tienen que prestar el dinero para hacer frente a las elevadas facturas. Esto sorprende a muchos turistas y hombres y mujeres de negocios cuando llegan a Pekín. "Pero ¿no es China un país comunista?", exclaman.
Desde que Deng lanzó el proceso de cambio, China ha experimentado un desarrollo económico y social extraordinario, que ha recibido el aplauso de organismos internacionales y Gobiernos extranjeros. Durante estas tres décadas, la economía ha crecido a una media anual del 9,7%, y cientos de millones de personas han salido de la pobreza, aunque siga habiendo 318 millones que viven con menos de dos dólares diarios.
Quienes conocieron la China de hace 20 años y conocen la actual creen ver dos países distintos. Miles de kilómetros de autopistas, decenas de puertos y aeropuertos, hospitales, complejos hidroeléctricos y centrales nucleares de última generación han surgido por toda la geografía, mientras las ciudades se han transformado completamente, dando paso a bosques de rascacielos, hoteles de lujo, líneas de metro y anchas avenidas por las que pasean jóvenes vestidos con ropa -verdadera o falsa- de las mejores marcas extranjeras. Jóvenes que poseen coches flamantes se divierten en los karaokes, beben whisky mezclado con té y bailan hasta el amanecer en discotecas en las que suena la última música occidental.
Gran parte de estos jóvenes están orgullosos de su país; de logros chinos como haberse convertido en 2003 en la tercera nación del mundo, tras Estados Unidos y la antigua Unión Soviética, de colocar a un ser humano en órbita terrestre, o de la creciente influencia política y económica china. Por ello, y ayudados por la política nacionalista del Gobierno, han respaldado con pasión la organización de los Juegos y criticado duramente los incidentes que marcaron el recorrido internacional de la antorcha olímpica. Hasta el punto de que -como recogen numerosos blogs y foros de Internet- han interpretado estas protestas como un ataque contra el ascenso chino.
La mayoría desconoce la verdadera situación de los derechos humanos en su país, no le importa, y entre los que tienen una idea, la mayor parte dice: "Ya sé que en China hay problemas, pero la situación está mejorando". Es decir, el discurso oficial de Pekín, que ejerce un control absoluto sobre los medios de comunicación.
El XVI Congreso del PCCh, celebrado en otoño de 2002, marcó la llegada de una nueva generación de líderes, encabezada por Hu Jintao -hoy de 65 años- y el primer ministro, Wen Jiabao, de la misma edad. Llegaron enarbolando la bandera de la defensa de los más desfavorecidos, preocupados por la tremenda brecha social, la corrupción rampante y el deterioro medioambiental que han producido las tres décadas de desarrollo meteórico.
Mientras al anterior presidente, Jiang Zemin, le gustaba codearse con ejecutivos de grandes multinacionales como el presidente de Microsoft, Bill Gates, Hu y Wen luchan por trasladar una imagen de hombres del pueblo. Cada invierno, cuando llega el Año Nuevo chino, a finales de enero, acuden a visitar a campesinos en pueblos polvorientos, a mineros en pozos profundos, y a otros colectivos desfavorecidos, allá donde estén, para compartir, ante las cámaras de televisión, unos cuantos jiaozi, unos raviolis rellenos hervidos, muy populares en esas fiestas. Para la ocasión suelen vestir cazadoras modestas y zapatillas deportivas.
China confía en sí misma, y tiene ambición. Pero no es una ambición imperialista, aseguran sus líderes, que se han esforzado en trasladar al mundo -con irregular éxito- su idea del ascenso pacífico (heping jueqi). La teoría, utilizada por primera vez a finales de 2003 en un discurso del ex subdirector de la Escuela Central del Partido, Zheng Bijian, para contrarrestar la llamada amenaza china, resume el bien aireado objetivo de tener buenas relaciones con el mundo y asumir su responsabilidad global. Ello significa, como Hu y Wen han repetido numerosas veces en sus viajes por Asia y Estados Unidos, que China nunca buscará la hegemonía mundial, aunque no todos lo crean.
Zheng Bijian apuntó en su charla que, en el pasado, el ascenso de una potencia a menudo suponía un cambio drástico del equilibrio geopolítico mundial, e incluso conflictos bélicos. Aseguró que esto ocurría porque los Gobiernos de estos países elegían la vía de la agresión y la expansión, lo que finalmente conducía al fracaso. La situación, dijo, ha cambiado hoy, y la República Popular China debe desarrollarse de forma pacífica, y crear un entorno de estabilidad internacional, con un mensaje muy claro: que el mundo se beneficiará de una China estable y poderosa.
Algunos países recelan. Pekín quiere paz y estabilidad para crecer, pero ¿qué ocurrirá después?, se preguntan. Estados Unidos es consciente de que la máquina asiática es muy potente y, sobre todo, paciente. En definitiva, ¿qué son unas cuantas décadas frente a los 5.000 años de historia que reivindican para su país?, piensan los dirigentes chinos. Washington teme perder su hegemonía global, el liderazgo en el océano Pacífico, y ve con malos ojos el continuo incremento del presupuesto militar chino -muy inferior, en cualquier caso, al suyo- y, sobre todo, la falta de transparencia respecto a en qué lo gasta.
Pero la economía estadounidense está cada vez más entrelazada con la china, y el presidente George W. Bush hace tiempo que dejó de hablar de China como rival estratégico, como hizo en su primera legislatura, y se ha acercado a la visión europea de considerarla un socio. Miles de empresas norteamericanas están instaladas en el país asiático, donde producen desde coches hasta las deportivas que calzan sus ciudadanos. Y qué decir de la lencería, las camisas y los artículos de electrónica, que importan a bajos precios de China para alimentar las prácticas consumistas de su población, desde Oregón hasta Alabama.
Para vecinos como Japón e India, el despertar del dragón chino supone también un desafío, por la búsqueda de recursos energéticos y porque en el pasado se enfrentaron militarmente, y para Europa representa un gran reto para sus empresas, que han visto cómo la competencia asiática ha forzado el cierre de fábricas y el despido de miles de trabajadores.
Los Gobiernos europeos y estadounidense critican que la moneda china está infravalorada, lo que favorece la actividad exportadora de las compañías asiáticas, aunque desde que en julio de 2005 Pekín ligó el yuan -o renminbi- a una cesta de monedas -incluidos el dólar, el euro y el yen-, en lugar de estar unido sólo al billete verde estadounidense, no ha dejado de apreciarse. Las autoridades monetarias dijeron desde un principio que flexibilizarían la tasa de cambio progresivamente, lo repitieron y así lo están haciendo, en buena parte debido a la presión occidental.
Los Gobiernos extranjeros critican también que la nación asiática no ha respetado algunos de los compromisos adquiridos cuando accedió a la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001, y que el crecimiento de la piratería y la infracción de derechos de propiedad intelectual es rampante. Los sindicatos extranjeros argumentan que las condiciones laborales en China son deplorables, pero lo mismo ocurre en otros países en desarrollo, como India, Vietnam o Camboya, y así sucedió en Europa o EE UU.
El ascenso pacífico, una de las primeras iniciativas puestas en marcha por la cuarta generación de líderes chinos -las tres precedentes fueron las de Mao Zedong, Deng Xiaoping y Jiang Zemin-, encabezada por Hu Jintao, es uno de los principales ejes de la política exterior china. Otro es la conocida como diplomacia del petróleo, según la cual Pekín basa sus relaciones con otros Gobiernos, en buena medida, en sus prioridades económicas, lo que explica los frecuentes viajes de los dirigentes a África o Suramérica.
En una visita realizada por Wen Jiabao a Estados Unidos en diciembre de 2003, el primer ministro afirmó que la política extranjera de un país está cada vez más ligada a lo que percibe que son sus intereses nacionales y a su propio desarrollo, y para China, asegurarse el suministro de recursos energéticos y materias primas -petróleo, cobre, gas o uranio, entre otros-, de las que tanto carece, es clave para seguir creciendo. El país asiático es el segundo mayor consumidor de crudo del mundo después de Estados Unidos
Dos ejemplos de esta táctica se han producido recientemente. En junio pasado, Pekín y Tokio alcanzaron un compromiso para desarrollar conjuntamente campos de gas natural en el mar de China oriental, en una zona que ambos consideran que está dentro de sus fronteras y ha sido durante años fuente de fricciones. El acuerdo ha sido facilitado por la suavización que han experimentado las relaciones entre ambos rivales históricos. Y el mes pasado, China y Rusia firmaron un acuerdo que fijó definitivamente los 4.300 kilómetros de frontera común y puso fin a cuatro décadas de disputas sobre la demarcación de sus territorios. Los intercambios entre los dos Gobiernos han mejorado considerablemente los últimos años, en buena medida por el afán compartido de contrarrestar el peso político y económico de Estados Unidos, pero también por la sed china de gas y petróleo ruso.
En paralelo, el Ejecutivo de Hu Jintao ha multiplicado los esfuerzos para pulir su imagen diplomática internacional y responder a su posición como uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. Para ello, ha dejado, poco a poco, de actuar discretamente en la sombra, como era su tradición, para asumir responsabilidades y un papel bajo los focos, como demuestran su actuación en las negociaciones para resolver la crisis nuclear de Corea del Norte y el envío de soldados en misiones de paz.
Para la diplomacia china, las claves son la "no injerencia en los asuntos internos de otros países", y la construcción de unas relaciones basadas en el beneficio mutuo (win-win, en inglés). Esto lleva emparejado mirar en ocasiones hacia otro lado, y hacer negocios con algunos Gobiernos que violan sistemáticamente los derechos humanos, lo que le ha valido las críticas de Occidente.
Si de puertas afuera el objetivo es mostrar un país pacífico y colaborador, de puertas adentro la prioridad de los dirigentes es lograr para 2020 una "sociedad moderadamente acomodada", o de clase media (xiaokang, término registrado por primera vez en El clásico de los ritos, uno de los cinco libros clásicos chinos asociados a Confucio). Como siempre, los líderes miraron hacia el pasado para construir el futuro.
Al xiaokang se suma el otro objetivo socioeconómico del Ejecutivo de Hu Jintao, la creación de una sociedad armoniosa (hexie shehui, una idea propuesta por el partido comunista en 2005 para bascular del desarrollo a cualquier precio a una economía más equilibrada. Las desigualdades sociales -entre las mayores del mundo-, las diferencias entre las provincias ricas de la costa y las pobres del interior y entre las ciudades y los pueblos han llegado a tal nivel que el Gobierno ha reconocido que suponen un peligro para la supervivencia del PCCh, un partido al que muchos de quienes se afilian lo hacen únicamente para conseguir un puesto en la Administración. La renta per cápita mensual en las zonas urbanas ascendió a 1.148 yuanes (108 euros) en 2007, un 79% más que en 2002, mientras en el campo fue de 345 yuanes (32 euros), un 67% más que cinco años antes.
A la fractura social se suma una larga lista de desafíos: mantener un crecimiento de la economía superior al 7% para proporcionar empleos a la población; atajar la corrupción, que le cuesta el 3% del PIB al año; controlar la inflación y disminuir la polución. El 70% de los ríos chinos está contaminado y la lluvia ácida afecta a un tercio del territorio.
La implantación de una política más igualitaria y respetuosa con el medio ambiente fue refrendada en el XVII congreso del partido, celebrado el pasado octubre
[el cónclave tiene lugar cada cinco años]. La Constitución del PCCh fue modificada para incluir el concepto de desarrollo científico impulsado por Hu Jintao, que impone la necesidad de que los avances económicos no se produzcan a cualquier precio.
Por otro lado, China tiene que gestionar con tiento sus relaciones con Taiwan y hacer frente a las tensiones separatistas en las regiones autónomas de Xinjiang -donde supuestos terroristas musulmanes uigures mataron el lunes pasado a 16 policías de frontera-, y Tíbet, donde en marzo la población local se levantó contra lo que considera la falta de libertad religiosa y el aplastamiento de su cultura por parte del Gobierno central. Las manifestaciones, inicialmente pacíficas, degeneraron en violentas, y fueron reprimidas con dureza por las fuerzas de seguridad, lo cual hizo planear la sombra del boicoteo sobre los Juegos Olímpicos.
Los dirigentes han tomado contundentes medidas para reducir las brechas: han eliminado impuestos milenarios a los campesinos, han invertido miles de millones de euros en construir infraestructuras en las provincias del interior, y están extendiendo la gratuidad de los nueve años de educación obligatoria e implantando un sistema de seguros médicos. Tareas ingentes, y con resultados desiguales, en un país de 1.300 millones de habitantes.
El mantenimiento de la estabilidad y la construcción de una sociedad armoniosa entran a menudo en conflicto con los intereses individuales. Pero en China, lo que el Gobierno considera el bien colectivo pasa por delante del particular. Además, estabilidad significa para el PCCh impedir cualquier disidencia, crisis o levantamientos como los que en el pasado han sacudido el país derribando dinastías o haciendo peligrar la continuidad del partido. Es el caso de las manifestaciones a favor de la democracia de Tiananmen, en 1989, que acabaron en una matanza. Algo que los dirigentes quieren evitar a toda costa en su acelerada marcha para convertir China en una superpotencia. Pekín argumenta también que hay fuerzas que quieren derrocar al Gobierno y acabar con el partido comunista, y liga a algunas organizaciones no gubernamentales, políticos e intelectuales extranjeros con estos intereses.
Las voces que se alzan desde fuera de sus fronteras en contra de las continuas violaciones de los derechos humanos son numerosas: Amnistía Internacional, Human Rights Watch, Human Rights in China, Reporteros Sin Fronteras, defensores de Darfur, organizaciones religiosas, el movimiento de inspiración budista Falun Gong y grupos contrarios a la pena de muerte o defensores de los derechos nacionales de Tíbet, entre otros.
También hay voces disidentes dentro de China, ya sean políticas o de peticionarios que exigen compensaciones justas por las expropiaciones, aunque el Gobierno las reprime con dureza. Uno de los casos más prominentes es el de Hu Jia (activista medioambiental, defensor de los afectados por el sida y altavoz de los disidentes en las cárceles chinas) y su esposa Zeng Jinyan. Hu, de 35 años, fue detenido en diciembre pasado y condenado en abril a tres años y medio de cárcel en un juicio que duró un día, por "incitar a la subversión del poder del Estado". El arresto de Hu ha sido interpretado como una forma de silenciar a uno de los disidentes más críticos con el Gobierno, además de como castigo ejemplificante. Zeng, su mujer, está sometida a vigilancia domiciliaria.
La semana pasada, Amnistía Internacional (AI) acusó a las autoridades chinas de incumplir la promesa que hicieron cuando lograron los Juegos en 2001 de que mejoraría el estado de los derechos humanos en el país. Otras organizaciones se han pronunciado en las últimas semanas en el mismo sentido. Según aseguran, la situación no sólo no ha mejorado ante el evento deportivo, sino todo lo contrario. Desde hace meses, Pekín ha aumentado los controles sobre activistas, que han sido puestos bajo vigilancia, o, directamente, detenidos y acusados de querer "subvertir el poder del Estado" o de "revelar secretos de Estado".
Cuando los Gobiernos extranjeros critican esta situación o la gestión de Tíbet, Pekín replica que son asuntos internos y que ningún país tiene derecho a inmiscuirse en ellos. Un embajador occidental disiente: "Ya no vale decir 'Esto es una cuestión interna'; vivimos en una aldea global, y las acciones hay que justificarlas y argumentarlas".
Pekín asegura que Occidente es injusto, y que la situación de los derechos humanos -el primero de los cuales, según dice, es que la población pueda comer- ha mejorado. Pero, falto ante Occidente de la legitimidad que otorga haber ganado el derecho a gobernar en las urnas, la batalla de las relaciones públicas la tiene perdida de momento.
La gran pregunta que se hacen tanto quienes visitan China por primera vez como quienes llevan años viviendo en ella es si algún día llegará la democracia al Imperio del Centro. Hu Jintao ha prometido reformas controladas y una mayor participación de los ciudadanos en los asuntos políticos del país para 2020, el año que ha fijado para lograr la "sociedad moderadamente acomodada", pero ha advertido que cualquier avance en este sentido será realizado bajo el gobierno absoluto del partido.
Analistas y observadores políticos extranjeros consideran que es imprescindible que China mejore sus estructuras de gobierno para poder seguir avanzando. "La inseguridad judicial y la corrupción son un gran problema. Un país moderno y desarrollado no puede existir sin un Estado de derecho. Ésta es la clave del futuro", afirma el diplomático europeo antes citado.
Los dirigentes chinos han asegurado repetidas veces que nunca adoptarán un modelo de democracia de estilo occidental. Al mismo tiempo caminan hacia una dirección más oligárquica, con un liderazgo basado en la búsqueda de acuerdos y el consenso. Porque los tiempos de grandes figuras históricas como Mao o Deng se acabaron, Se trataría de un sistema de consenso que a partir de 2012 está previsto que sea gestionado por el actual vicepresidente, Xi Jinping, de 55 años, y el viceprimer ministro Li Keqiang, de 53, que deben suceder a Hu y Wen en sus cargos, respectivamente. Xi es el máximo responsable de la organización de los Juegos.
La historia china del último siglo -marcada por la guerra civil, hambrunas, caos político y aislamiento- explica en buena medida por qué la mayoría de la sociedad no reclama cambios políticos y por qué los Juegos Olímpicos son un motivo de celebración para muchos ciudadanos, a pesar de las voces disidentes, debidamente silenciadas. El país es estable y cada vez más rico.
Es imposible entender China sin mirar al pasado. Una anécdota ilustra muy bien este proceder. Preguntada, hace unos años, una profesora de mandarín por su alumno: "¿Por qué los chinos dicen Este-Oeste, Norte-Sur cuando hablan de los puntos cardinales, y no al revés?" Ésta respondió: "La forma de pensar china y la occidental son distintas. ¿Dónde crees tú que están el futuro y el pasado?". El alumno contestó de inmediato: "El futuro está delante, y el pasado, detrás". "No", respondió, ella. "En China, el pasado está delante y el futuro está detrás, porque para ir hacia el futuro debes mirar siempre al pasado". Esto es lo que marca profundamente las decisiones de sus líderes, y explica por qué quieren que los Juegos Olímpicos sean un gran éxito.
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