16 de febrero de 2008

La Europa sonámbula, R. Debray

TRIBUNA: RÉGIS DEBRAY

La Europa sonámbula

RÉGIS DEBRAY 08/04/1999

Publicado en El Pais.

"No tener más que ideas sugeridas y creer que son espontáneas, tal es la ilusión propia del sonámbulo, y también del hombre social", observa el genial autor de Leyes de la imitación. Sin querer reducir al más actual de los sociólogos franceses a un teórico maniaco del "contagio imitativo", nadie mejor que Gabriel Tarde (1843-1904) para introducirnos, en 1999, en el meollo de un engranaje idiota en el que europeos inteligentes pero miméticos nos comprometen de buena fe.Es en época de guerra cuando el estado social se acerca más a un estado de hipnosis compartida. También se sale de él generalmente como cuando nos despertamos de un mal sueño, o incluso de uno bueno: algo confusos, desengañados, demasiado tarde ("pero ¿cómo he podido creerlo?"). Lo que, en estas sacudidas, recorre el cuerpo social, subraya Tarde, "es un sueño de mando y un sueño en acción". Cuanto más molesta es la realidad, más necesitamos encubrirla con mitos, y no se conoce ningún conflicto armado entre intereses opuestos que no se haya vuelto aceptable, por no decir deseable, por el conflicto de entidades imaginarias que el sueño colectivo le superpone por los dos lados (el Derecho contra la Barbarie, decíamos en 1914-1918, pequeña guerra balcánica extendida al oeste y al norte).

Con las masacres de Kosovo y la guerra en Serbia, el mediólogo, profesionalmente apegado a las tecnologías del hacer creer, se interesa primero por los medios de mando del sueño de la OTAN, que han hecho creíble la aventura. La explicación dada por los artífices de la comunicación no es suficiente. Aún lo es menos el complot de un Big Brother hipnotizador instalado en Washington o Bruselas, bombardeándonos con imágenes y palabras estudiadas.

No somos víctimas de una intoxicación, colaboramos activamente, con nuestras imágenes y nuestras palabras, en una empresa contraproducente. Precipita lo que quería evitar, como es normal en la estrategia, donde el negro surge del blanco y el blanco del negro (por eso, los buenos sentimientos nunca son provocan buenas estrategias).

El problema no es técnico, ni siquiera político. Es mental y cultural. No denunciamos la manipulación, intentamos comprender la aculturación. Que nos permite hacer nuestras, como buenos sonámbulos, imágenes y palabras venidas de otra historia, de otra tradición.

"La defensa de las poblaciones civiles y de los valores comunes a las democracias parlamentarias", ésa es la justificación oficial de estas incursiones, humanitaria (alto a la masacre) y moralizadora (nuestros ideales). ¿Quién puede oponerse? Es la gramática aséptica de la era poshistórica. Nuestros portavoces no hablan de política, y menos aún de historia. El discurso de la OTAN va y viene entre la exacción puntual garantizada por la pantalla (el techo que se quema, la mujer que huye, el niño que llora) y la altura de los principios universales.

Esta combinación maestra lleva el sello del modelo norteamericano de política exterior que Europa ha hecho suyo: el idealismo moral y la superioridad técnica (el wilsonismo más el Tomahawk, por así decirlo). El derecho fija la norma, las máquinas hacen que se respete. Esquivar la política a través de la técnica, y evitarse las gravedades y complicaciones del pasado con la conquista del espacio, de una a otra frontera (caballo, coche, avión, cohete), son los dos mitos que mueven la Odisea norteamericana. La historia y la geografía nunca han sido un problema para esta tierra prometida, que, desde el principio, era un destino, pero no un pasado. Sus primeros ocupantes se instalaron en un espacio vacío, o, cuando no lo estaba lo suficiente, limpiado con el Winchester, purificación étnica sublimada por la imagen de la conquista del Oeste. Nada de vecinos amenazadores. Los territorios fronterizos se compran: Luisiana, Alaska, Oregón, Florida.

Por lo que respecta a la religión del derecho, allí es un justo homenaje al origen. La Constitución ha precedido a la Federación norteamericana, que existe gracias a ella, de ahí que sea sagrada. En Europa, el código y la historia han tenido que llegar a compromisos, porque la historia estaba allí antes: en Estados Unidos, el código, contrato adoptado ante Dios, ha precedido al acontecimiento y ha hecho la historia de los hombres. Como es sabido, para un creyente (¿y qué Estado lo es más que ése?), entre la resurrección y el juicio final, no ocurre, en definitiva, nada serio.

Se puede decir que una cabeza se ha americanizado cuando ha sustituido el tiempo por el espacio; la historia, por la técnica, y la política, por el Evangelio. Así aparecen "las poblaciones", como se llama a los pueblos aplastados, desconectados de su pasado (enemigos hereditarios, epopeyas de fundación, lengua y religión) y, por lo tanto, de su identidad. Las poblaciones se descomponen a su vez en víctimas y en refugiados, cuando están del lado bueno, del nuestro, y en elementos fanáticos e instigadores en el caso contrario. De ello resulta una visión del mundo a vista de pájaro, en la que desaparece todo contexto sociopolítico. Reducible a un mapa coloreado, como el que Clinton ha enseñado a sus fieles para explicarles por qué vuelve a Yugoslavia. Esta geografía unidimensional, porque carece de la profundidad del tiempo, es pura abstracción. Más le hubiera valido, para ser concreto, enseñar la cronología regional, un milenio de batallas, de mitos, de cismas y de enfrentamientos. Pero la televisión no está hecha para mostrar lo histórico de las cosas. Una rapsodia de flashes emocionales sin hilo conductor sustituye al encadenamiento lógico.

Estados Unidos cree que lo que fue bueno para ellos, la moral y la técnica, será bueno también para los demás. Es normal: nunca ha captado bien la diferencia entre él y el resto del mundo. Como todos los imperios, cree estar en el centro. Lo más curioso es que los europeos aceptan ahora esta superstición. La información ocupa el lugar del conocimiento; la imagen, el lugar de la síntesis, del análisis, y Halloween, el del Día de los difuntos. Es verdad que, orgullosos de su Manifest destiny, los norteamericanos siempre han sabido hacer de la redención moral un arma ofensiva y han sabido construir las mejores máquinas.

Pero si hay una región en la que las herramientas simplificadoras del New World Order caen en falso, si se puede decir así, es en esa Europa trágica y pesimista en la que se han cruzado todas las culturas del viejo mundo. El-

maniqueísmo puritano casa con el business, no con los Balcanes. El problema es que con el hiperespacio ya no hay barreras mentales entre el viejo y el nuevo mundo, ya que este último cada vez se siente más autorizado a creer que está en su casa en todas partes. Con la CNN, el planeta entra en Norteamérica, y la política exterior de la metrópoli termina por integrarse en su política interior; y en el interior de McWorld, Norteamérica, proporcionando a todos el sonido y la imagen a través de la gran y pequeña pantalla, amuebla el subconsciente colectivo, desde los jóvenes de los suburbios a los Gobiernos.Este contagio de criterios y referencias, sensorial y espontáneo, aunque deliberadamente cultivado por la Administración imperial, raya en la narcosis. Nuestro "sueño de acción" es el del espectador en su sillón. Con la salvedad de que al cine, "fábrica de sueños", le sucede la televisión, el taller de lo reflejo. Es menos inventivo, y esto obliga a hacerlo aún más simple.

Para vender una guerra a la opinión pública, y "make a long story short", la Casa Blanca debe, naturalmente, garantizar la inocuidad, la rapidez y las buenas relaciones económicas, pero ante todo, debe contar una buena historia. Una película de acción moderna, exportable a cualquier parte por estar desprovista de todo contexto histórico que pueda limitar la audiencia. Lo indígena, fugitiva aparición, se limita al color local, como la pareja de franceses acobardados en Salvar al soldado Ryan, o los mexicanos grasientos en las películas de John Ford. El "Good guy", decidido, pero que no escapa a los estados de ánimo, carga de la justicia y distinción del Demócrata, contra el "bad guy", mirada torva y cara de cerdo. Psicópata, perverso, nacionalista terco.

Guión tautológico (el malvado es malvado, "a rose is a rose is a rose"), que no enseña nada pero agrada a los figurantes y auxiliares de la periferia. Del lado del caballero blanco, pues, la Democracia, entidad teológica, aérea, impoluta ( ajena, por naturaleza, a la cultura de la violencia, como bien saben los argelinos, vietnamitas e irlandeses). El US Army es su brazo secular; la ONU, una tarjeta de visita amovible; la "comunidad internacional", un nombre cómodo, y el presidente de Estados Unidos, su altivo tutor.

Del lado del Doctor No, emboscados en sus búnkeres, los bárbaros y los dictadores. Su aniquilamiento significará la vuelta inmediata a la civilización, a la moral internacional, a la libre circulación de capitales. Nasser, Gaddafi, Castro, Assad, Jomeini, Milosevic: de estos monstruos procede todo el mal. Porque cada duelo es el último de los últimos, y el ser inmundo que hay que derribar, el último de los dinosaurios. El último obstáculo entre las poblaciones atrasadas y la globalización de la libertad, sin impuestos ni derechos de aduana (Arabia Saudí, por tanto, no tiene ninguna dictadura, es una zona libre). Estos Hitler intermitentes no están, pues, ligados a pueblos, tradiciones, sensibilidades que les preceden y les sobreviven: el espantapájaros está solo, mastodonte sin nadie que le mande o que le siga.

Sobre todo, nada de flash back, una foto será suficiente. Con la luz apagada en las zonas de operaciones, se encenderán las pantallas en casa, donde los nuevos procedimientos infográficos harán maravillas. ¿Sin imágenes?

¡Qué importa! No importa, los signos harán el trabajo a partir de un documento cualquiera. Se dice a veces que la tecnología anula la fuerza de las palabras. De hecho, mitos y máquinas no se llevan bien. Un mito no es un comentario en off, es una forma de construir la imagen misma. En estas crisis a ciegas, no se quita nunca el sonido y el discurso sobre la actualidad se convierte en la actualidad misma.

Se puede declinar el producto en función del folclore. El guión original, tempestad sobre los malvados, es para el gran público, a lo Tim Burton, Luc Besson o Cameron. Si toma de la fuente del Fun-Military-Industrial Complex (los fans de Nueva York sólo creen más en esto), puede adquirir entre nosotros una gravedad conceptual, patética y metafísica que crispa las caras y enronquece la voz. El destino del siglo, se nos dirá, está en juego. Los intelectuales franceses son expertos en añadir a los signos-clichés signos- memoria sacados de la reserva de los símbolos antifascistas y antitotalitarios -Gulag, Stalin, guerra de España, Oradour-sur-Glane-, señales intimidatorias pero útiles, porque dispensan de todo análisis detallado. Donde reinan las mayúsculas es desaconsejable la exactitud.

"La II Guerra Mundial", se ha dicho, "fue la primera película en la que cada norteamericano podía tener un papel...". Nosotros, los europeos, le debemos mucho a este actor improvisado de Normandía y de las Ardenas, casi tanto como al de Stalingrado. Quizá porque una causa justa impuesta por la Historia no se presenta ni se piensa nunca como una película desde el principio. No hay que pasarse con el orgullo. Es después, y no durante, cuando se introducen los anuncios y los trucajes.

Las guerras de Irak y de Serbia tienen por lo menos un punto en común: que las necesidades de la narración han determinado y dado ritmo a la intriga, en tiempo real. Con algún aprieto con el guión en el último caso. La máxima fuerza contra l a patada en la espinilla, era un guión honroso, pero ¿cómo bombardear una población sin convertir a un pueblo en mártir, cuando la palma del martirio -pensemos en Vietnam- equivale al laurel del vencedor? ¿Cómo transformar en héroes a los pilotos profesionales mejor protegidos del mundo? ¿Cómo destilar un buen combate singular, un duelo de honor, cuando la relación de fuerzas y de PNB es de mil a uno? ¿Cómo incluso llamar "guerra" -situación que implica un mínimo de reciprocidad, yo te golpeo, tú me golpeas- a una operación de castigo con cero muertos, donde el torturador es torturado a fondo (quedando entendido que depende sólo del miserable parar el tormento con un sencillo gesto que indique que acepta rendirse o hablar, en lugar de obstinarse en lo irracional)?

En lo que respecta a la prestidigitación, Occidente sabe hacerla.Tiene con qué. Incluso puede contar con Milosevic para que, consciente de las dificultades de rodaje, preste servicio a la causa, masacrando y expulsando a los albaneses sin vergüenza. Lo que vuelve a poner la compasión del lado bueno, del nuestro. Pero dejémonos de ironías. La cuestión debería ser cómo frenar de la mejor forma posible la "catástrofe humanitaria", y no cómo explotarla en términos de comunicación.

¿Fuerza determinada, fuerza imbécil? Grecia conquistó a su conquistador pasándole por su molde cultural. Y reprogramó inteligentemente la fuerza romana (el griego, recordemos, era la lingua franca del Imperio Romano). Prueba de que los imperios se suceden y no se asemejan: Norteamérica desprograma a Europa, que se vuelve así basta y miope como su leader. Presume en vano de no recibir instrucciones de la metrópoli. Sus diplomáticos se las ingenian en vano para tomar iniciativas, fomentar grupos de contacto, sacar lecciones, poner caras.

Norteamérica ni siquiera tiene necesidad de ser dominadora. Para nosotros se ha vuelto inevitable, es decir, misteriosa. Ahora se dice sin pensar: "los occidentales". Alérgico a sus propias complejidades, el dominado piensa siguiendo las especificaciones del dominante, por imágenes y eslóganes (el Estado de derecho, Democracia, Libertad). Lo que hace creíble este western es una crisis general de la transmisión europea: crisis de la escuela, de lo impreso, del espectáculo, de todas los hilos de la memoria. Perdido el dominio intelectual de nuestro pasado, nuestro presente político se nos hace hasta tal punto extraño que podemos hacer sinceramente nuestro el simplismo virtuoso de Hollywood. Y confundir en su estela al idealismo histórico, que consiste en poner la fuerza de las cosas al servicio de un ideal, y el mediatismo antihistórico, que consiste en sustituir el choque de las imágenes por el peso de lo real, en reemplazar el razonamiento político por el sentimiento moral, y finalmente, como decía Barthes, en "dar a una realidad cínica patente una moral noble".

Así se impone como "inevitable" el guiñol populista del Combate de las Esencias (Democracia contra Fuerzas del mal), allí donde se necesitaría una balanza de precisión y un meticuloso conocimiento de las cicatrices seculares para reconciliar paso a paso la justicia y la rectitud. Resultado: un imperio stop and go, pero arrogante, instantáneo y sin memoria, pero seguro de sí mismo, con mitologías maniqueas, se ve investido de la summa potestas, poder de vida y muerte, sobre una región por desgracia aquejada como ninguna otra de un exceso de memoria. Donde el pasado determina cada lugar, neuróticamente, y donde, mañana como ayer, sólo serán viables lados mal cortados, golpe a golpe, sin formalismos ni grandilocuencia.

Entre la superstición de la historia, que hace estragos en los Balcanes, y la erradicación de la historia que hace estragos en el Middle West, entre la paranoia y la frivolidad, hubiera sido deseable que el Viejo Continente impusiera el justo medio, puesto que, en Belgrado y Prístina, aún está enfrentado a su propio pasado: invasión otomana, cuestión de Oriente, tratado de Versalles. Sin remontarnos a 1389, al mito fundador de la novela nacional serbia, ¿no solicitaba el primer ministro Pacic a Clemenceau, en 1918, la expulsión de los albaneses de Kosovo? La Historia no es nuestro código, naturalmente, pero disociar ambos nunca ha dado resultados viables.

Para pegar los pedazos, Europa necesitó a un De Gaulle, es decir, una lucidez aumentada por un carácter, capaz de adelantarse al futuro porque dio a la actualidad su profundidad temporal. Hay un refractario, o unos cuantos, que se atreven a pensar en los asuntos europeos con una gramática europea, en lugar de plegarse al punto de vista de una burocracia imperial errática y parsimoniosa, que tratando los asuntos periféricos no día a día y durante toda su duración, sino de emisión en emisión, al ritmo de los medios de comunicación, como una máquina loca. Y deseando el dominio absoluto y sin pagar al contado.

La apuesta no es pequeña, si es cierto que en el tribunal del conformismo, que emite sus veredictos cotidianos en titulares e informes, el menor recalcitrante es tenido por delincuente (rojo, pardo o ambos). ¿Tendremos, pues, que abdicar de todo proyecto valiente y soñar como estetas con la belleza de las civilizaciones que mueren? El saber objetivo acumulado al fondo de nuestras cancillerías, siglos de tratados, conferencias, y congresos almacenados en las bibliotecas, kilómetros lineales de pragmatismos sutiles, de masacres paradas, de odios ancestrales mitigados o dominados, expiran a los pies de una resplandeciente reportera-vedette de la CNN, musa del secretario general de un State Departament omnipresente en la pequeña pantalla... Calderón perfecto para una obra maestra melancólica titulada El crepúsculo europeo, que habría podido firmar Spengler y llevar a la pantalla espléndidamente Visconti.

Régis Debray es escritor y filósofo francés.

2 comentarios:

  1. Hola. ¿Alguien sabe quién tradujo este texto?

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  2. Hola, ¿alguien sabe quién tradujo este texto?
    ¡Gracias!

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