Barack Obama y el cambio
Los llamados al cambio lanzados por Barack Obama en su campaña electoral han ido penetrando, con entusiasmo desconocido, hasta el núcleo de la esperanza que anida en millones de estadunidenses. Su oferta política ha tocado en ese delicado sustrato humano que pocas veces aparece entre los pueblos del mundo cuando el poder está en disputa. Su discurso, su pasado, actitudes, la forma de vida y hasta su juventud han marcado la actual competencia por la presidencia del país más poderoso de la Tierra. Mucha de la enjundia de su personalidad se empata con la alienada insatisfacción en que se debate una gran masa de los estadunidenses por el atorado, injusto modo con que se conducen los asuntos públicos por parte de los poderosos de ese país.
La respuesta que ha provocado Obama entre auditorios, grupos, razas, clases o individuos corrientes y normales ha sido inesperada, por decir lo obvio. El deseo de cambio descubierto emerge empujado por una palanca que mucho tiene que ver con un país dividido, angustiado por su conflictivo presente, presionado por luchas hegemónicas que desatan sus elites decisorias. Pleitos de dominio que no son los que el pueblo requiere o puede soportar sin que haya quiebres profundos en su ser colectivo. El cambio que se asoma recala en lo básico de la vida organizada de los americanos pues quiere dirigirse a sus fundamentos sociales y no quedarse en la superficie de lo cosmético, en lo circunstancial o en la simple postura transitoria que busca del voto fácil, la promesa vana, ese cambio que dibuja la palabra alegre y positiva de cualquier candidato apoyado en la mercadotecnia electoral.
Es, por el contrario, un cambio que exige la participación decidida de aquellos que ven, que sienten la oportunidad de transformar la nación que quieren. El cambio planteado por Obama es el que aleja la presencia y la utilidad de un dios siempre entrometido en las guerras santas que ese país ha desatado por doquier. Un cambio que condena la intervención en Irak, no porque haya incumplido los objetivos planteados para iniciarla, sino porque era y es ilegítima. Un cambio real, desde abajo, que sólo será posible si la gran mayoría de la ciudadanía decide trabajar, sin concesiones, en pos de un mañana distinto pero asequible. Un cambio que habla de imaginar lo que se buscará hacer después con ahínco y perseverancia. Un cambio que no padece ni se agota en un idealismo nebuloso, infértil, sin basamento, sino el que se apalanca en el conocimiento, en la experiencia directa de las enormes dificultades que su vigencia implicará.
El apoyo recibido por Obama de insignes figuras de las elites es abrumador y desde variados frentes. Todas atraídas por un cambio que cure la desesperación, que dé un respiro cierto, calmo, ante la suma cotidiana de los temores azuzados desde el poder y los medios. Todas esas figuras son hábiles tribunos que se han ganado un lugar de privilegio en la historia reciente de su país. Luchadores por una vida democrática más abierta, participativa, sensible y que cuentan con un pasado que ha recibido certificados valiosos. Todas entrevén la imperiosa necesidad de curar las profundas heridas que los republicanos han causado con sus guerras de dominio, con sus inmensos, inmerecidos favores a los grandes capitales que, como una de sus consecuencias laterales, le han cercenado mil 200 dólares a los ingresos promedio de las clases medias tan sólo en el último año de la administración de George W. Bush.
Todas esas figuras del ámbito colectivo se manifiestan contrariadas por la continua supremacía que, desde Washington, se asigna a los intereses de Wall Street. Todas buscando la unidad, para solidificar el sueño americano que cristaliza los destinos personales y los hace asequibles. John Kerry, por ejemplo, un respetado, audible ex candidato a la presidencia. Aquel que hizo una campaña de altura y que se ganó la tajada más prometedora del voto efectivo en pasada contienda. Al que le hubiera otorgado en buena lid la presidencia, es uno de los que han hablado en favor de Obama. El discurso ensamblado por la esposa del gobernador de California (republicano) María Shriver, apeló a la sensibilidad de quienes ven llegado el momento de intentar un cambio mediante lo que todos ellos pueden aportar para concretarlo, fue un momento sobresaliente. O el entusiasta apoyo que el senador Ted Kennedy, con la solidaridad de casi todo su famoso clan, le ha extendido a un candidato en el que atisban ese halo de prometedor futuro que una vez proyectó su hermano John.
Pero Obama tiene obstáculos en su ruta hacia la candidatura demócrata. El principal lo forma la pareja de los Clinton. Ambos excelentes oradores en un tinglado electoral que otorga premios mayores a la facilidad de palabra y al uso preciso, efectivo, elegante de los escenarios. Él, Bill, y ella, Hillary, con la inteligencia, las conexiones de poder suficientes para derrotar cualquier movimiento que se les oponga. Ambos apelando a la experiencia por sobre el ambicioso cambio dibujado por Obama. El boleto que los incluye puede truncar la entrada de una era distinta a la suya, esa que los dos usufructuaron con frenesí y lujos suficientes. Hillary es una senadora brillante, que disfruta de enormes fondos para mantener e impulsar su candidatura. Una astuta Hillary que se ha visto forzada a correrse un tanto a la izquierda para impedir la irrupción de Obama. Una mujer que se vio urgida a retomar su frustrada propuesta (hecha en los albores de la presidencia de su marido) que pretendía transformar, de raíz, el sistema de seguridad social.
Pero el cambio es, también, otra seria limitante de Obama para asegurar su candidatura primero y después la presidencia. Obama describe en su discurso una situación que fluctúa entre la fotografía de un país injusto, exhausto pero que, al mismo tiempo, pretende liderar al mundo. Uno inmensamente rico que, sin embargo, priva a millones de sus ciudadanos de mucho de lo indispensable: educación, salud, seguridad social. Uno que, por grave error, privatizó la salud, la seguridad y permitir a las farmacéuticas, a las aseguradoras, a las administradoras de pensiones, quedarse con el pastel principal a costa de la calidad de vida de los demás. Individuos, parejas, familias que subsisten angustiadas porque no pueden pagar las colegiaturas de sus hijos, que no les alcanza para cubrir sus seguros de retiro, que no pueden liquidar sus hipotecas o sus tarjetas de crédito, lastradas con intereses leoninos. Enfrente se topará Obama con el tinglado establecido de intereses, de costumbres, de confianza en los modos de hacer y decidir que las elites han perpetuado para su propio beneficio. Todo pende en las pulsiones del electorado que, este martes (llamado supermartes) acudieron a elegir candidato demócrata en una decisión que se ha equilibrado hasta el punto de impedir cualquier pronóstico seguro.
http://www.jornada.unam.mx/2008/02/06/index.php?section=opinion&article=024a1pol
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